Vicios del debate educativo en los medios de comunicación

En colaboración con Cintia Rogovsky

Max Weber, uno de los padres fundadores de la sociología moderna, acuñó el concepto de idealtypus para referirse a un modelo ideal (de un sistema económico, de una institución) que sirve para encarar un análisis. Weber, riguroso, previene al lector que ese idealtypus no existe en empíricamente en la realidad, y sólo es una herramienta metodológica.

Tironeando feo de esa conceptualización uno podría afirmar que esa operación aparece muchas veces en la conformación de los prejuicios: se arma un “hombre de paja”, que no existe en realidad, para tirarle los dardos en una discusión; o se configura un modelo institucional para atacarlo o defenderlo (cuando se deriva de ahí, por ejemplo, un mito dorado de origen). ¿Cuál es la diferencia entre el idealtypus weberiano y el prejuicio liso y llano? Para empezar, la propia conciencia de la herramienta de quien la utiliza.

Pues bien, el debate educativo mediático, que gira en torno a algunos pocos ejes -resultados de evaluaciones estandarizadas, salarios docentes/sindicalismo, eventualmente contenidos curriculares sospechados de “adoctrinamiento político”, y en esta coyuntura los protocolos de retorno a la presencialidad escolar-, en Argentina, se maneja en torno a dos idealtypus: el alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires y el municipalismo porteño. El problema es que no son herramientas de análisis riguroso, sino prejuicios que alimentan todo el debate.

El alumno ideal

Cuando, en los grandes medios de comunicación, se debate la enseñanza y el aprendizaje, en general se pone el foco en el último. Cómo aprenden o no aprenden los niños, niñas y adolescentes. En general sucede a partir de los resultados de pruebas estandarizadas, que son la única medida que aparece como válida en estudios de TV y portales de noticias, y siempre a partir de una posición baja en un ranking cuya cientificidad, origen y sentido, por lo general, permanece oculta. Más allá de los problemas de tomar estos indicadores como una verdad absoluta -que no abordaremos acá pero que, por ejemplo, borran por completo la labor evaluadora cotidiana de les docentes-, se elaboran una serie de axiomas que ponen el eje en los docentes -aislados de sus condiciones de trabajo institucionales, de formación, entre otras-, buscando las razones de esos “malos resultados” en una docencia poco profesional, desactualizada, embrutecida, poco comprometida, sólo interesada por los salarios, cooptada por mafias sindicales, entre otras valorizaciones. No intervienen, en el análisis -repito: tomando como universalmente aplicables los resultados de las evaluaciones estandarizadas-, el contexto, la infraestructura, las problemáticas sociales, nutricionales, habitacionales, familiares, laborales, maternales y un sinfín de -ales que afectan directamente las trayectorias escolares de los niños, niñas y adolescentes. O sea, como si ese “alumno que no aprende” (según lo que los medios interpretan de las pruebas PISA) fuera un alumno en condiciones óptimas de “educabilidad”: heladera llena y nutritiva, vivienda confortable y con espacios propios, con padres profesionales ilustrados que trabajan, con acceso a una medicina prepaga, con una biblioteca amplia y socialmente validada en su hogar, con tiempo libre para disfrutar de actividades recreativas o de espacios de enseñanza no formal de otros saberes, que acredita todos los saberes en tiempo y forma, etcétera. Algo así como un alumno “tipo” del Colegio Nacional de Buenos Aires -blanco, «ilustrado», materialmente satisfecho, afectivamente contenido-, o de alguna otra escuela privada cara. Alumnos “tipo” que, por lo demás, tampoco son la regla en esas mismas instituciones donde, a pesar de los fuertes mecanismos excluyentes que poseen para filtrar a sus ingresantes, aparecen ciertas marcas de diversidad.

Si un alumno con esas características ideales “no aprende” entonces, dicen los grandes medios, el problema es claramente pedagógico (no didáctico: pedagógico): los docentes no responden a lo que ese niño del siglo XXI necesita para desarrollarse (ya que todo lo demás lo tiene cubierto). ¿Por qué? Ya lo boceté: porque les docentes somos brutos, porque sólo trabajamos por el sueldo sin ningún interés por la especificidad de nuestra tarea, porque somos soldados ciegos de un sindicalismo que corporativamente defiende sus propios intereses como un fin en sí mismo. Nada de esto, por supuesto, es real ni generalizable, aun cuando pueda tener anclajes en tales o cuales experiencias de lo real.

El alumno tipo no contempla otras trayectorias escolares: escuelas donde no hay acceso a tecnologías de diferente tipo -conexión a internet, computadoras actualizadas, proyectores, campos de deportes-, donde la infraestructura es deficiente -sin calefacción o refrigeración, instalaciones de gas, agua o electricidad deterioradas o directamente ausentes, aulas con paredes destruidas, mobiliario de descarte, hacinamiento escolar-. Tampoco contempla alumnos y alumnas cuya biografía y condiciones materiales y simbólicas de existencia lo sitúan en los márgenes o directamente afuera de los circuitos mínimos de capital. O que hayan sido mamás, o que hayan entrado en conflicto con la ley, o que sean sujetos de migraciones recientes y relocalizaciones complejas, o miles de etcéteras más. Invisibilizado el mundo de lo real, de los alumnos reales, sólo queda el alumno blanco e ilustrado de los colegios céntricos de la Universidad de Buenos Aires, o de algún colegio privado caro porteño.

También existe, nobleza obliga, con “alumno tipo” pobre: un desvalido víctima de todas las vulneraciones de derechos posibles, para quien la escuela es un espacio donde opera una suerte de “toque mágico” que lo saca de su vulnerabilidad. Los alumnos “en condiciones óptimas de educabilidad” no aprenden porque los docentes somos ineptos, mientras que los alumnos “pobres” pueden, por obra de algún prodigio, salir automáticamente de la violencia en la que viven por el sólo hecho de entrar a la escuela. La escuela es, a la vez, todopoderosa e inútil. O tal vez el superpoder de borrar las marcas de la exclusión social no sirve para nada cuando se trata de niños, niñas y adolescentes con las necesidades básicas satisfechas. Estos últimos necesitan una calificación óptima para el siglo XXI, mientras también le salvamos la vida al resto en 9 meses de cursada. O tal vez estas reflexiones estén entrando en detalles que no juegan en la construcción de esos tipos ideales.

Se invisibilizan las condiciones materiales y simbólicas que portan los niños a partir de sus biografías, se invisibilizan las condiciones materiales y simbólicas dentro de las cuales transcurren sus días de clase. Una escuela destruida con escapes de gas, con viandas miserables y docentes bajo la línea de pobreza, un aula superpoblada de chicos y chicas al borde de la muerte condiciona fuertemente los saberes que se pueden incorporar, los horizontes de futuro posibles. ¿Cómo acceder a la metáfora, a imaginar un futuro diferente, entrampados en violencias simbólicas y materiales que no nos dejan superar lo literal y lo que nos rodea directamente? Asegurar condiciones dignas de educación es también permitir la trascendencia de la propia realidad.

Pero bueno, son sutilezas, rigores, sofisticaciones que no entran en el debate educativo mediático, un debate que borra todos los condicionamientos de la realidad para preguntarse qué pasó en el proceso de enseñanza y aprendizaje, que ese chico no aprendió. En el vacío, en abstracto, como si enseñar y aprender sucediera en una cámara de vacío, en la asepsia de un laboratorio que quedó entre paréntesis del juicio humano. Parece una obviedad decir esto, pero de alguna manera estamos en una época en que hasta lo obvio es cuestionado.

El territorio ideal

El duro contexto de pandemia puso nuevamente en evidencia un reflejo que excede ampliamente esta coyuntura: la educación se piensa porteña. Los problemas, que se amplifican hacia todo el país son los municipales de una jurisdicción de 202 km2 (que, para variar, representa poco más del 6% de la matrícula educativa del país). La Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el lastre de un país hipercefálico, no sólo es un problema histórico sino que además es la medida de todos los medios. La municipalización porteña de la agenda mediática supera ampliamente el tema educativo: los canales de noticias emiten 24/7, para todo el país, noticias sobre el transporte, el clima, en fin, las problemáticas urbanas de una sola ciudad. Más aún: las ficciones costumbristas, formato prolífico de la TV argentina del siglo XXI, parecen transcurrir no sólo en Buenos Aires, sino en un radio de tres o cuatro km2 de los barrios de Palermo y Colegiales (o, en todo caso, algún barrio de la zona norte del Gran Buenos Aires).

Pero volviendo al tema educativo, en estas semanas somos testigos de la municipalización de uno de los grandes problemas de la pandemia en el sistema educativo: la suspensión de la presencialidad escolar. Las únicas grandes tensiones, intercambios y propuestas de soluciones fueron pensadas desde y hacia la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Los 2.780.198 km2 restantes del país asisten atónitos a un debate nacional que tiene a la Nación ausente. ¿Qué pasa en el resto de las provincias?

Uno de los grandes reclamos, en este contexto, se sostiene sobre una presunta interrupción unánime de la presencialidad escolar en todo el país. Falso: las provincias de San Juan, Catamarca, La Pampa y Formosa ensayaron distintas posibilidades de retorno, con idas y vueltas en función de la crítica situación epidemiológica. Una de las “ventajas” es la ruralidad: las cuatro provincias -como todas las provincias, a excepción de la CABA- tienen escuelas situadas en entornos alejados de las ciudades donde la circulación del virus fue baja, muy baja o nula. Allí, entonces, se pudieron pensar esquemas posibles y se avanzó en ese sentido.

Pero es interesante señalar las escuelas rurales -su completa ausencia en la discusión educativa, más bien- para evidenciar la municipalización (porteña) del debate. En esos establecimientos se desarrollan propuestas pedagógicas flexibles y especialmente pensadas para poblaciones que a veces son inestables (por los ciclos de cosecha que ocupan a muchas familias), o se realizan agrupamientos plurigrado (o sea, niñes de diferentes edades en la misma aula) a raíz de la baja matrícula, como sucede en algunas escuelas de ruralidad dispersa. Muchas veces el ámbito educativo rural es el germen de interesantes innovaciones y propuestas pedagógicas que más tarde llegan a las escuelas urbanas. Pero la municipalización (porteña) del debate educativo también las invisibiliza, y sólo las saca a flote cuando se trata de contar alguna historia de vida individualista en la que se realza que un chico o una maestra caminan diariamente varios kilómetros para ir a la escuela.

Nuevamente, se toma a “la escuela” como una escuela urbana, de una megalópolis como la Ciudad de Buenos Aires, con fácil acceso a todo tipo de transportes, museos, hospitales, en fin, servicios varios. La invisibilización absoluta del resto de las provincias abre un silencio tremendo sobre otro de los problemas históricos de Argentina en general y del sistema educativo en particular: ¿Cómo funciona el federalismo? O, mejor preguntado, ¿Qué federalismo queremos para nuestro país? ¿Un federalismo que encubra una disolución de hecho de la unidad del sistema educativo bajo las presuntas potestades de las autonomías provinciales, como fue la apuesta de la última dictadura, del menemismo y del macrismo? ¿O un federalismo que, como indica la Constitución, sea una unión de diversidades que concurren para sellar consensos basados en una identidad común, compartida?

Por un debate con menos jerga y más diverso

Alumnos blancos e intelectualizados, escuelas palacio urbanas, municipalismo porteño. No están, en el debate educativo que circula por los medios, ni las provincias -con su diversidad propia-, ni los alumnos reales, ni las escuelas reales. No estamos tampoco les docentes, reducidos a un instrumento que falla, como un lavarropas con un circuito roto; peor aún: lavarropas rotos y sindicalizados. No tenemos voz, no somos sujetos en la agenda mediática. Tampoco, desde ya, les niños, niñas y adolescentes: reducidos a una tábula rasa pasible de ser adoctrinada o educada en el vacío; aislados de sus condiciones reales, son, además, menores. Su “inmadurez” suma razones para no darles voz.

Al debate educativo en Argentina le falta, precisamente, didáctica. O, más bien, los grandes medios la han resuelto por medio de una operación didáctica burda, que se desaprueba en el profesorado: simplificar algo hasta deformarlo por completo. Falta didáctica para explicar lo complejo -la educación, su historia, sus sujetos, su estructura, sus tradiciones, sus silencios, sus obsolescencias y vanguardias, sus burocracias, su planeamiento- sin caer en tecnicismos que alejen al común de una discusión llena, llenísima de matices. En ese déficit didáctico falta, concretamente, el color de la diversidad: de identidades, de trayectorias, de prácticas, de territorios.

Al debate educativo en Argentina le falta escuela.

Antonio Berni, «Juanito y su familia mirando el televisor» (1974)
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3 respuestas a “Vicios del debate educativo en los medios de comunicación

  1. Me pregunto, humildemente, si también a este revelador artículo al que adhiero en casi totalidad, podría incluirse las categorías de los medios que analizan el debate educativo. Así como el 6% de los estudiantes del país son de Caba y acaparan los datos estadísticos ( o así nos lo hacen ver) que dicen los otros medios, los territoriales del cable, de las radios am/ fm, de las cooperativas que en se extiende en el pais. Y claro, cómo encontrarlos? El raiting nacional los ahoga… pero en la vecindad podríamos hacer la diferencia… me quedo pensando

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