La escuela media, en Argentina, se diseñó a partir de atender a un público de élite, que estaba destinado a dirigir los destinos del país. Es así que los colegios tradicionales, creados a fines del siglo XIX y principios del XX, son un claro ejemplo de escuelas-palacio y ex alumnos de apellidos ilustres. La formación también tenía esa orientación: de acuerdo con el paradigma de la época, las materias estaban divididas con un corte enciclopedista, de acumulación erudita de conocimientos en manos de docentes especialistas, únicos vehículos autorizados entre los alumnos y el saber. A falta de una reflexión pedagógica, y pensándola como una “pre-universidad”, los profesores no tenían una formación docente, sino que eran especialistas universitarios con profesiones liberales: abogados, ingenieros, médicos, arquitectos. Entre esas cuatro grandes ramas podían dividirse el dictado de las asignaturas.
El neoliberalismo llegó hace rato: lo construimos nosotros
Ese formateo se ha topado, en los últimos 30 años, con la necesidad de ampliar y democratizar la matrícula para universalizar el acceso a la escuela secundaria, cuya obligatoriedad quedó consagrada en la Ley de Educación Nacional. Sin embargo, un status quo anquilosado todavía guarda formas y tradiciones tardodecimonónicas. La precarización del trabajo docente en la década de 1990, la migración sostenida de la clase media a la educación privada, –que deja como únicos actores de interés dinámicos, a la hora de marcar la agenda de la educación pública en los niveles obligatorios, a los sindicatos docentes– y la descentralización de las responsabilidades estatales terminaron generando una combinación destructiva. Pinceladas de un cuadro donde se ve una escuela secundaria manejada con criterios de privilegios corporativos gremiales, una resistencia feroz al cambio, la idea de que la “libertad de cátedra” extiende un cheque en blanco a los docentes, y la nula participación de las conducciones de los colegios en la selección de los docentes. Son componentes de una cultura institucional donde la ausencia del Estado ya es ley: el neoliberalismo llegó hace rato. Y lo armamos nosotros los docentes, silenciosamiente.
Ficciones
Esto se manifiesta, en lo concreto, en la falta de contralor de quienes –por reglamento escolar– deben ejercerlo: coordinadores de áreas y tutorías, jefes de preceptores, conducciones de los colegios. Además entran en juego distintas modalidades de ficciones: no pasar las inasistencias a los alumnos a criterio del preceptor, disfrazar las aprobaciones masivas de “inclusión”, las desaprobaciones masivas de “exigencia” o las estrategias didácticas dieciochescas de “libertad de cátedra”, el nulo control al presentismo y las llegadas tarde (a la escuela y al aula) de los adultos y, en algunos casos, poner a personas con serios problemas de sociabilidad a cargo de educar adolescentes. Las consecuencias son una descoordinación total de las acciones, el despilfarro de recursos de por sí escasísimos, la esquizofrenia epistemológica y didáctica y, desde ya, un total desconcierto por parte de los alumnos, que desconocen dónde están los límites y cuáles son las formas correctas de encarar un ámbito de trabajo. Vale decir: en definitiva, se joden los pibes. Los docentes parecemos estar en una pista de autitos chocadores, y no liderando a grupos hacia la construcción de conocimiento.
El Reglamento Escolar es un documento que, en muchos de sus pasajes, se muestra desactualizado –por ejemplo, al prohibir las manifestaciones políticas, o cuando algunos códigos de convivencia prohíben el uso del celular por parte de los alumnos sin contemplarlos como herramienta de información–, y corresponde una discusión crítica acerca de las normas. Pero lo cierto es que hoy, en muchos casos, es letra muerta: los derechos y obligaciones de los adultos en la norma son sometidos a escrutinios absurdos por parte de quienes sostienen los mencionados privilegios corporativos.
Complicidades ¿insospechadas?
El entramado se sostiene sobre un acuerdo tácito: el Estado y los sindicatos más burocratizados. Y en este punto, tranquilamente se pueden borrar las identificaciones partidarias y jurisdiccionales: el abandono de la escuela pública es un proceso que, en un goteo lento pero constante desbasta la piedra, implacable, en todo el país. Al Estado, a las clases políticas, la ausencia de la clase media y el protagonismo sindical como unívoco actor de presión le sirve para demonizar las luchas y de chivo expiatorio con el doñarosismo de “tener de rehenes a los pibes” cuando los gremios accionan a un plan de lucha (Mariano Narodowski lo plantea en esta nota). Por otra parte, el sindicalismo se presta a eso bajo la garantía del mantenimiento de ciertos privilegios corporativos. Entre ellos se pueden enunciar el sostenimiento de una estructura disciplinar enciclopedista que no requiere, en términos prácticos, de una actualización regular; la interpretación sesgada del Estatuto Docente para mantener, a toda costa, la fuente laboral de personas que estarían impedidas de desarrollar tareas en cualquier repartición privada, por más “progre friendly” que fuera, en razón de sus impedimentos emocionales y psicológicos –y para los cuales, desde ya, el Estado no provee instancias de contención y protección–; y el mismo sistema de selección docente cuantitativo. Este punto toca, tal vez, el núcleo de ese sistema de complicidad Estado-sindicatos: la selección docente se basa en la acumulación de puntos, por medio de antecedentes, cursos, otros títulos, etc. Puntualmente, el armado de compulsas de temáticas culturales y el dictado de cursos es un circuito a través del cual muchos sindicatos hacen caja: ofrecen cursos de capacitación y actualización a cambio de un pago, bajo, pero pago al fin. Existen ofertas realmente interesantes y significativas para la práctica docente, como también estructuras armadas ah hoc para la, lisa y llanamente, venta de puntaje: son conocidos en el mundillo docente los cursos sindicales signados por su “flexibilidad” (por utilizar un eufemismo) y su altísimo puntaje –pues ahí reside el valor del curso, esencialmente– que ofrecen a cambio de un pago. No se conoce ni se recuerda que ciertos sindicatos hayan tenido una actuación de mención en alguna paritaria, conflicto o debate docente, ni que tengan una plantilla de afiliados mínimamente significativa: lo que se da en llamar un sello de goma. Ahora bien, el altísimo puntaje que otorga está validado por el Estado, con lo cual sin él no habría sello de goma. Esto no es una denuncia, in toto, de los circuitos de capacitación y actualización docente, en lo más mínimo. Es sencillamente señalar que, así como funcionan para los públicos de educadores que se exigen más a sí mismos y más al conocimiento, y buscan innovar, fomentar y practicar un espíritu curioso, también hay otros callejones, menos iluminados, que no son otra cosa que generación de caja. Y en un gremio como el docente, donde los salarios no son altos, los sindicatos deben buscar formas alternativas de financiamiento al aporte de los afiliados, precisamente para sostener los privilegios corporativos que se mencionaban antes.
Estatismo discursivo, neoliberalismo real
La trama de complicidad Estado-sindicatos, que forma parte axial de la ausencia de contralor estatal y docente en la escuela secundaria, desnuda el discurso a favor de la educación pública, pues el status quo que se busca sostener deja afuera, justamente, al Estado de las decisiones educativas, utilizando sólo su financiamiento. En un país donde hemos atravesado experiencias de vaciamiento de lo público descarnadas, donde se desentendió al Estado de la toma de decisiones estratégicas, la pintura que ofrece hoy la escuela secundaria, donde ningún agente de poder estatal sabe, quiere o puede meterse no deja mucho margen para otro adjetivo: neoliberal. Sólo que en vez de tender al sector privado, queda en manos de un sindicalismo burocratizado y discursivamente añejo, que no duda un segundo en firmar paritarias por debajo del límite inflacionario o imputar de “privatista” a la más mínima crítica a las estructuras de representación gremial.
Qué nos queda
Tal vez, pensar –¿por dónde empezar?– en una representación sindical vanguardista, actualizada, comprometida con el conocimiento y tan preocupada por los derechos laborales como por el derecho a la educación de los chicos. Tal vez, volver a llenar de contenido la palabra “crítica”, que se ha transformado en un significante vacío en la educación de tanto abuso y decoración a la que se la ha sometido. Un sindicalismo que entienda de sutilezas, que vigile furiosamente los derechos de los trabajadores, pero que no admita desvirtuaciones que ponen en ridículo al gremio entero y en peligro las propias fuentes laborales. Un sindicalismo que sepa atender las demandas de los gobiernos, cuestionarlas y combatirlas y negociarlas cuando corresponda. Un sindicalismo que mire a los alumnos desde un rol profesional: ni paternalista ni autoritario, dedicado a custodiar sus derechos educativos. En definitiva, un sindicalismo del siglo XXI. Que se comprometa con mecanismos innovadores de selección, que combata la precarización y la desidia estatal, pero que también combata la alienación.
¿Será posible?
2 respuestas a “La escuela secundaria desregulada”