Publicado originalmente en la revista Voces en el Fénix
Entré a la docencia el mismo día en que estaba convocada una reunión de personal en el colegio al que ingresé a trabajar. Aparentemente se iban a discutir temas de vital trascendencia institucional, vinculados a situaciones de indisciplinas graves de parte de algunos alumnos, que afectaban el patrimonio y la seguridad de algunos docentes.
La reunión fue una carnicería: percepciones tradicionales y renovadoras de la escuela, prejuicios recargadísimos acerca de los alumnos, acusaciones cruzadas, y la impresión constante de que esa situación institucional cursaba otras cosas, además del caso de indisciplina. Se estaban agitando sedimentos que años de subjetividades encontradas, y silenciadas, fueron depositando en los vínculos entre los docentes. Braudelianamente hablando: ese corto plazo, ese emergente histórico, estaba hablando de procesos largos y medios que, a su vez, denunciaban una crisis orgánica: una crisis de paradigmas.
La rectora, que había firmado mi alta minutos antes en un expediente que se elevaría hasta las kafkianas cumbres ministeriales, lloraba desconsolada delante de su personal, gritando que renunciaba en ese mismo instante.
La escuela secundaria, en la Argentina, no había sido pensada para los alumnos que les roban celulares a sus profesores, borrando todo vestigio de autoridad adulta. Mucho menos había sido pensada, con aquellos esquemas disciplinares embutidos rígidamente en los marcos positivistas, para abrir un canal de comunicación significativa entre estos “inadaptados” –esa fue la palabra que se usó– y el conocimiento. A los “inadaptados”, antes, se los rajaba de una patada en el traste. Y que se busquen otro colegio. Y que se arreglen. Y punto: se extirpó el cáncer del cuerpo social que es la escuela, y ahora es un organismo sano. También se ensayaron estas analogías biologicistas en esa reunión.

En 1960, el 45,90% de la población argentina entre 13 y 17 años asistía a la escuela: menos de la mitad. La otra mitad probablemente trabajara entre las chimeneas de un modelo industrial inestable pero próspero, inflando esa bomba a presión para el capital concentrado que era el pleno empleo (esta es una razón por la cual “dejar la escuela para trabajar” es aplicable tanto a contextos de crisis como de expansión económica). Cincuenta años después, en 2010, ese porcentaje había ascendido a 89,01%: prácticamente se duplicó. Esto quiere decir que de 10 adolescentes dentro de ese rango etario, 9 se levantan todos los días, cargan su mochila y van a la escuela.
Este dato, extraído de los censos de población del INDEC, sólo hablaría de un aumento matricular lineal, y hasta virtuoso, si decidiéramos evitar muchas de las variables intervinientes en el problema. ¿Quiénes son estos nuevos pibes que ahora van a la secundaria? ¿Qué circuitos sociales, culturales, de consumo, transitan? ¿Cómo son sus entornos familiares, sus barrios, los adultos de referencia que deberían servirles de andamiaje moral para separar lo bueno de lo malo?
Estos nuevos pibes son los “inadaptados” de la reunión con que inauguré mi tránsito por la escuela secundaria como docente. Hijos de la tragedia social de la década de los ’90, inaugurada y clausurada por las crisis catastróficas de 1989 y 2001-2002, muchos de ellos desconocen las lógicas institucionales de la escuela media, básicamente porque son la primera generación en su familia en pisarla. Si es que hay familia, claro. Son los otros nietos de la dictadura militar: no los nacidos en centros clandestinos, sino esos niños cuyos abuelos comenzaron a perderlo todo mientras, además, esquivaban a los grupos de tareas. Sus abuelos se quedaron sin trabajo. Sus padres vivieron de changas. Ellos apenas sobreviven. Mientras tanto, aumentó la marginalidad y la urgencia por consumir: un par de zapatillas, un celular, unos gramos más de algo.
Paridos a lo bruto a una escuela secundaria que no los esperaba, se produjo el choque inevitable con una cultura institucional que los rechazaba con los anticuerpos de la exclusión. Evadiendo la norma, o esquivándola, se han negado vacantes por no pagar la cooperadora, contabilizando creativamente, frente al rostro de madres poco acostumbradas al trato con las instituciones, cursos completos que impedían a sus hijos inscribirse. O se los enviaba a otros turnos. Durante los ’90 y la primera parte de los 2000 la escuela secundaria tradicional se especializó en la creación de guetos para hacer sentir el rigor de la diferencia social para los nuevos chicos y sus familias. Bajo la ficción del “prestigio”, al que había que cuidar más que a los procesos educativos, esos guetos para pibes excluidos servían para calmar algunas conciencias –y perturbar muchas más– y cumplir, de alguna manera y a regañadientes, con la ley. Los “negros” adentro, pero separados del resto.
Pero los pibes no ingresaron solos: traspasaron los palaciegos portones de la secundaria con sus circunstancias a cuestas. Entraron la violencia social, la marginalidad, las niñeces a la intemperie absoluta, la orfandad, el mínimo repertorio de reflejos que púberes sin familia podían articular para poder confrontar a un mundo adulto hostil. Ingresaron migrantes recientes cuyas lenguas maternas no son el español. Ingresó una complejidad que tomó por asalto los presupuestos que regían las lógicas de la escuela secundaria.
La crisis son esos gritos en la reunión de personal. La crisis es la frustración de no poder manejar una clase donde uno o dos pibes, en cinco minutos, detonan el clima de trabajo y obturan cualquier proceso de enseñanza-aprendizaje. La crisis somos los docentes preguntándonos qué hacemos con estas bombas de tiempo mientras los gobiernos nos acusan de “vagos” y ningunean no solo nuestro salario, sino incluso nuestro sentido profesional sugiriendo que somos reemplazables por voluntarios que pasan por la puerta de la escuela.
La crisis de la escuela secundaria es una crisis de identidad: de los alumnos como alumnos, y de los docentes como docentes. De la escuela como escalerita hacia un trabajo mejor o, en el mejor de los casos, como ascensor social.
En este contexto, los docentes tenemos un desafío, por sobre todas las cosas. Ese desafío es la condición de posibilidad para, si el contexto político-financiero ayuda –lo que no está sucediendo en esta coyuntura– generar transformaciones virtuosas en la escuela secundaria. Ese requisito mínimo, y dificilísimo de cumplimentar, es no naturalizar la crisis. No pensar que el estado actual de cosas es perpetuo, o producto de dos o tres malas decisiones mal tomadas. Es no organizar nuestra subjetividad, cuando entramos a la escuela, con las lógicas de esa propia escuela. Es no hacer de un entorno institucional específico la medida de todas las cosas, y el lugar donde se juegan, a todo o nada, nuestras pocas certezas.
Como sabe todo docente, los escenarios donde uno más aprende de la propia práctica profesional son los desafiantes: alumnos que no se enmarcan, estrategias didácticas fallidas, reacción nula de los chicos, aporte mínimo, estallidos sociales dentro del aula. Solo se aprende a pilotear piloteando en la tormenta. No obstante, los “escenarios catastróficos” (por utilizar algo del melodrama tan caro a nuestra profesión) no alcanzan para elaborar estrategias que mejoren nuestra respuesta ante el próximo incendio. Para solucionar un problema, el primer paso es conceptualizarlo como problema. Si el problema surge, estalla y nunca comprendimos dónde estuvo el error humano, nos volverá a pasar lo mismo.
La no conceptualización de los problemas que saltaron de la caja de pandora de la inclusión nos lleva inexorablemente, si no somos cuidadosos, por el camino de la alienación. Esta categoría marxista, si la aplicamos libremente a la crisis de la escuela secundaria actual, genera agentes que no tienen un vínculo directo con el esquema esencialmente pedagógico de su trabajo, y quedan presos de una sobreburocratización y de la necesidad de cumplir con determinadas exigencias del sistema que, en rigor, son superfluas. Se encuentran entonces atajos como la fecha del cierre de notas, utilizar “la misma vara” para medir a todos los alumnos, reclamar por una presunta “baja de nivel” que los lleva a emplear, como estrategia de resistencia, la desaprobación masiva, como una forma de impostar una exigencia académica. Se niegan permisos para actividades pedagógicas potencialmente innovadoras con excusas como “el seguro no te cubre” o “no estamos autorizados por el ministerio”. Quedamos entonces los docentes, directivos, preceptores y auxiliares presos de determinados mitos normativos que nos evitan afrontar las tensiones que genera la inclusión educativa, como una ficcional zona de bienestar que nos ahorra, básicamente, pensar. En la escuela, la burocracia es una jaula elegida.
Flavia Terigi, en su artículo “Los cambios en el formato de la escuela secundaria argentina: por qué son necesarios, por qué son tan difíciles”, menciona tres problemas que se retroalimentan y que forman buena parte de la matriz alienante del trabajo docente:
a) Una organización del saber en compartimentos estancos, con un modelo disciplinar decimonónico: las materias Biología, Historia, Matemática, etc., se corresponden con un marco epistemológico cuya obsolescencia quedó en evidencia, al menos, hace 60 años. La interdisciplinariedad es parte constitutiva del saber académico, y de esa manera es que se piensa la producción del conocimiento, como mínimo, desde hace 35 años. Las materias de la escuela secundaria, así, hace varias décadas que están desfasadas de las formas en que los diferentes campos disciplinares concurren al análisis de un objeto de estudio. Más aún, esta organización rompe con la estructura curricular de la escuela primaria, donde sí se trabaja por áreas.
b) La formación docente está organizada, también, según este esquema. De esta manera, las carreras del profesorado replican una organización disciplinar obsoleta. En líneas generales, en la formación inicial docente se privilegian más los contenidos específicos que la potencialidad que tiene cada disciplina para el trabajo colaborativo interdisciplinario en la escuela, y las posibilidades de un abordaje integral de determinadas problemáticas. El enciclopedismo no es sólo un arcaísmo que fosilizó el tiempo de la escuela secundaria, sino que, además, se condice con la estructura de las trayectorias de la formación docente.
c) Estos dos elementos no deberían, per se, salpimentar la alienación docente, de no ser porque el trabajo de los profesores también está organizado con este criterio: por horas cátedra. Los docentes –nuevamente, en términos generales y con variaciones de provincia a provincia– no tenemos un cargo en una escuela, sino horas sueltas que tratamos de ir acumulando –con suerte, astucia y oportunidad– en una o más escuelas.
De manera que la fragmentación disciplinar es fijada con los pegamentos de una estructura laboral que desalienta los encuentros entre docentes para pensar intervenciones interdisciplinares, innovaciones pedagógicas, la atención de emergentes derivados de la inclusión y la producción de conocimiento sobre el quehacer pedagógico.
A estos problemas específicos que tienen que ver con la forma en que se estructuran la formación inicial docente, su agenda semanal laboral y los conocimientos, debe sumárseles la crisis en sentido político de la escuela secundaria. ¿Para qué sirve, efectivamente? ¿Debe formar mano de obra acostumbrada a la incertidumbre de la globalización, como planteó Esteban Bullrich, quien se presenta como “gerente de recursos humanos” del capital concentrado argentino? ¿Debe formar sujetos críticos que señalen las fallas tectónicas del capitalismo local? ¿Debe preparar a los adolescentes para tomar decisiones vitales sobre sus carreras y prepararlos con una formación generalista para el ingreso a los estudios superiores? ¿Todo eso junto, o jerarquizadamente? ¿Cómo se traducen estas intenciones en políticas públicas?
Las respuestas son transitorias: cada gobierno que puede aspirar, desde la recuperación democrática, a un largo aliento político –el menemismo, luego el kirchnerismo– planteó su postura: mano de obra precaria en los ’90, “ciudadanos críticos” en los 2000. Por fuera de la veracidad empírica de esos discursos, con el macrismo volvemos, como si la línea política del sistema educativo fuera un péndulo, a la idea del capital humano: formar mano de obra. Y otra vez los anuncios mesiánicos de innovación, plagados de promesas doradas sin información acerca de su ejecución concreta, de los recursos financieros comprometidos, de la repartición de funciones entre el Estado nacional y las provincias. Así ha sido la educación en tiempos de la Alianza Cambiemos: la política educativa es el anuncio. El “Compromiso por la educación”, el “Plan Maestro”, la “reforma de la escuela secundaria” que sale en un diario y anuncia medidas que, en buena parte, ya están vigentes en resoluciones del Consejo Federal de Educación hace ocho años.
Ante la esquizofrenia política –atravesada en la ya mencionada subestimación de la capacidad y el compromiso de los docentes, y un salario que no refleja ni remotamente los enormes problemas que han ingresado a la escuela en los últimos 30 años–, la respuesta se traduce en las tensiones mencionadas al principio del artículo. Discursos y prácticas excluyentes para atajar una complejidad que, en un marco alienante, se resiste a ser conceptualizada. Entonces, los discursos hegemónicos sobre la educación: que vivimos una etapa de decadencia, que se ha caído en el facilismo, que los chicos salen sin saber leer ni escribir, que no están preparados para nada, que son marginales con título.
Algunos docentes intentamos, en tiempo que les robamos a nuestras vidas privadas –a paseos al sol, a almuerzos en familia, a jugar con nuestros hijos–, escapar a esa necrosis de la subjetividad docente a la que nos exponen las promesas mágicas y un trabajo mal pago y de complejidad galopante. Así, forzamos encuentros en recreos, en horas libres o cervezas de por medio, para hacer catarsis pero también para intentar comprender las razones de los emergentes que nos preocupan. Nos obligamos a conversar de lo que estamos hartos, y a tratar de rastrear la combinación entre políticas fallidas, abandono estatal y tradiciones sedimentadas que estallan, por ejemplo, en las reuniones de personal.
Los docentes somos más el objeto de estudio que protagonistas de la producción académica acerca del sistema educativo. De manera que estar dentro del vendaval e indagar las razones de ese clima es un desafío doble, pero que al menos puede contribuir a calmar las angustias y frustraciones que genera diariamente este trabajo. Todos los problemas que protagonizamos no son personales, ni siquiera de la escuela donde tienen lugar. Hay una combinación de variables que generan esa exclusión, esa neurosis, esa desconexión entre nosotros y los alumnos.
Un tiempo luego de aquella reunión donde se pidió la cabeza –casi literalmente– de algunos alumnos, y para tratar de entender las reacciones de mis colegas, la política pública y las actitudes de nuestros alumnos, comencé a escribir este blog. Le puse “Fue la pluma” por un error memorístico sobre las primeras palabras del himno a Sarmiento, padre del aula, inmortal, gloria y loor. Porque a pesar de ser un hombre inundado de conflictos –quién no lo es–, Sarmiento es tal vez el máximo responsable de la arquitectura de nuestro sistema educativo. Y que pensó en una solución masiva –y no fragmentada, como sucede hoy en día con quienes hablan de “la educación del futuro”– a determinada configuración capitalista de la Argentina y sus necesidades educativas. Importó un modelo –el que Adriana Puiggrós llama “Sistema de Instrucción Pública Centralizado Estatal”– que, probablemente, haya sido la política pública más cara, ambiciosa y lenta de la historia de nuestro país. Así que, aunque su calvicie y su mirada son una omnipresencia incómoda, todos los docentes estamos, en un punto, en deuda con él.
“Fue la pluma” es un intento de escapar a esa alienación buscando respuestas a los aspectos de mi trabajo que me generan aversión. Respuestas estructurales. Además, gracias a su formato –no deja de ser un blog–, me da la posibilidad de esquivar los corsets formales de la producción académica, y no debo preocuparme por lanzar al ruedo una idea que, seguramente, ya fue mucho mejor discutida por cientos de personas.
Escribir, indagar las causas, los porqués de este sistema alienante, tal vez pueda ser una válvula de escape posible –no obstante, individual– a los nudos aparentemente indesatables de la escuela secundaria, de nuestro trabajo.
Como este mismo artículo, en un punto. Los docentes necesitamos recuperar la voz, cavando profundo en nuestras percepciones y la de los que nos rodean. No solo para tener más protagonismo en el debate público sino, también, como una forma de exorcizar los fantasmas.
Ver el dossier sobre la educación secundaria de la revista Voces en el Fénix
Muy completo el panorama pero a mi humilde entender falta una pata fundamental Ud. nombra a la institución, los docentes, las familias, los gobiernos, los alumnos y hay un poder que nos hace muchísimo daño y juega un papel preponderante Los medios de comunicación que demonizan al docente y generan opinión pública hegemónica negativa hacia la figura del docente
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