De chica solía jugar a ser maestra.
Agarraba al azar algún libro de la biblioteca familiar e imaginaba que debía enseñar lo que allí decía a un grupo de niños y niñas. A veces, era un libro de poemas. Di tantas veces la clase sobre el poema del Cid Campeador que hasta el día de hoy recuerdo los primeros versos del mismo.
Otras veces se trataba de una enciclopedia vieja… entonces leía y armaba actividades sobre los dinosaurios, la pre-historia, el magma y las placas tectónicas, el sistema solar, sobre algún mito nórdico o algún invento que modificó nuestra cotidianeidad para siempre.
Me costó poco descubrir que enseñar era una buena forma de aprender y en cada clase intentaba transmitir la misma fascinación que me generaba a mí acercarme a ese mundo del conocimiento. Fue también entonces que me di cuenta de que no me alcanzaría la vida para saberlo todo, para saciar una curiosidad enorme que se encendía más y más con cada nuevo texto, con cada nuevo tema…
Unos años más tarde el juego había variado un poco. Mi eje ya no estaba puesto en la clase sino en la escuela toda. En lugar de elegir el material y planificar las actividades que haría en torno al tema a trabajar, me dedicaba a inventar las materias, las correlatividades, los regímenes de cursada, las modalidades de trabajo, las normas de convivencia…
Por supuesto, cuando llegué a la adolescencia y me tuve que preguntar por mi vocación y mi futura carrera tenía un listado amplio de intereses, todos muy disímiles entre sí, pero sentía que la educación los abarcaba a todos. Sin embargo, cuando enuncié que seguiría magisterio, la noticia no se recibió con demasiado entusiasmo en mi familia. Me decían que me iba a morir de hambre o que mi cabeza daba para más. Todavía hoy está vigente la discusión sobre las condiciones de trabajo de lxs docentes, y es sabido que la profesión no goza del suficiente reconocimiento social. Incluso, para muchxs, ni siquiera deberíamos hablar de “profesión”.
La cosa es que también me convocaba la posibilidad de ese campo laboral porque –pese a mi enorme curiosidad y a lo que disfrutaba de aprender cosas nuevas- la escuela nunca me pareció un lugar increíble; más bien, la padecí bastante: odié casi todas las tareas que me propusieron y me aburrí por horas. Fue mucho más lo que aprendí por mi cuenta, que allí adentro; y notaba que a la mayoría de mis compañerxs también se les dificultaba aprender algo, incluso aquello que pretendían enseñarnos. Ya en cuarto año del secundario me tenían que andar buscando por todas partes porque yo pasaba mis tardes en cualquier lado menos en el aula.
Una vez, recuerdo, nos propusieron a lxs estudiantes que sugiriéramos algún cambio que haríamos para mejorar la experiencia escolar: yo propuse que no fuera obligatorio ir, aunque sí rendir los exámenes. Quienes necesitaran ayuda, podían asistir a clases. Quienes no, venían solo los días en que había prueba.
Pese a ello, estaba convencida de que la escuela podía y debía ser otra cosa; de que debía ser un lugar mejor.
Después vinieron la vida universitaria, los años fuertes de militancia, los viajes, los primeros amores, los primeros trabajos… y tiempo más tarde, en un momento bisagra de la vida, sentí que la educación me seguía llamando también en tanto espacio estratégico para la construcción de un mundo más justo y donde la felicidad estuviera menos cercenada. Así que le escribí a varias personas que habían sido profesorxs míxs en la universidad y empecé a buscar la forma de acercarme a la educación formal. Cuando poco después me convocaron para coordinar el Equipo de Apoyo del colegio Sarmiento, y aun cuando el sueldo que me proponían apenas me alcanzaba para cubrir el costo de vida y representaba mucho menos de lo que había venido ganando hasta el momento, me pareció una oportunidad increíble.
De alguna forma sentí que lo que se me ofrecía era toda una escuela para pensar y explorar cómo mejorar la experiencia y los aprendizajes escolares. Una escuela real que sirviera como laboratorio de experiencias desde la cual pensar cambios que pudieran ser aplicados en una escala mayor. Como mi juego de la infancia, pero de verdad.
Pasaron casi cinco años desde entonces y el desafío no parece agotado. Gran parte del trabajo en este tiempo ha tenido que ver con pensar por y para lxs otrxs; con analizar cómo ayudar a unx adolescente a permanecer en la escuela, a avanzar en su trayectoria escolar. Pero quizás en estos años ha sido más lo que he aprendido con esta experiencia de lo que he logrado con relación a esxs otrxs. Justamente, como a veces la docencia se vuelve frustrante y una siente que ha estado desperdigando energía y que no ha logrado nada, este balance se me hace urgente. Saber que no necesitamos estar comenzando siempre de cero; intentar capitalizar los hallazgos, tanto si estos representan algo que merece ser replicado, como si resultan errores u obstáculos que podrían evitarse en el futuro; intentar compartirlos; tomar una distancia crítica sobre lo hecho que me/nos permita tener un nuevo piso desde donde pensar la escuela y la propia labor de aquí en adelante.
Así, podría empezar por decir que el objetivo del proyecto era ayudar a lxs estudiantes de primer y segundo año a no repetir y a no abandonar la escuela. En un principio, la herramienta básica consistía en dar clases de apoyo durante el horario del turno en que cursaban; no obstante, rápidamente esta herramienta se volvió insuficiente ante el diagnóstico de lo que sucedía, ante la caída abrupta de los supuestos –cualesquiera que fueran- que sostenían esa estrategia. La escuela era un caos, para empezar; un espacio falto de normas claras y de adultxs significativxs. Era, asimismo, una sinrazón; nadie sabía muy bien por qué estaba allí. En general, se trataba de un lugar donde nadie aprendía nada, en que faltaba la coherencia y en que el deseo estaba ausente.
Así que volvernos adultxs significativxs se volvió uno de los primeros objetivos. Pero… ¿qué significaba esto? Por un lado, significaba algo muy sencillo: exigiríamos aquello que nosotrxs también pudiéramos hacer. No prometeríamos nada que no fuéramos a cumplir. Trabajaríamos. Seríamos sujetos comprometidos con la razón de ser de una institución educativa: intentar modificar a esx otrx que es lx estudiante; intentar ayudarlx a formarse para salir al mundo y para participar de él como adultx. Estaríamos abiertos humanamente a esx otrx para escucharlx e intentar entenderlx; para pensar con ellx las estrategias que hicieran falta con miras al objetivo. Y por supuesto, apostaríamos a sus propias transformaciones y crecimientos.
Ser unx adultx significativx no implicaba ser unx par ni unx amigx. La diferencia que intentábamos marcar no pasaba ni por sentarnos arriba del escritorio, ni por tomar mates con ellxs en el aula. Aceptábamos la asimetría como una responsabilidad, y esa asimetría también suponía poner límites cuando hacía falta.
Desde el principio tuvimos más o menos claro qué cosas no funcionaban para construir autoridad: no bastaba la diferencia de edad ni de saberes; no bastaba (ni deseábamos) levantar el tono de voz o proponer algún sistema de premios y castigos; no alcanzaba tampoco la arbitrariedad. Sin embargo, no fue sino hasta cierto evento que nos dimos cuenta de qué era lo que sí funcionaba: establecer un vínculo sólido con lxs estudiantes, basado en la confianza y el conocimiento mutuo, en el compromiso, en el respeto, en el diálogo genuino y en el afecto.
También era necesario ordenar el espacio escolar. La campana marcaba el cambio de hora solo si alguien se acordaba de hacerla sonar; el horario de ingreso no era respetado por nadie; lxs chicxs permanecían fuera del aula, vagando por la escuela, aun si sus docentes estaban adentro; y el griterío y la música que se escuchaba en el patio y en los pasillos a toda hora, no ayudaba a nadie a concentrarse en nada. Así es que propusimos muchas cosas, algunas de las cuales no sostuvimos pese a que fueron exitosas en su implementación. Diseñamos, por ejemplo, un sistema para automatizar las señales que diferenciaban los diferentes momentos del día: el recreo, la hora de clase, el cambio de hora, la salida. Propusimos, junto con un grupo de docentes, retomar la idea de un ritual de ingreso a la escuela, para marcar alguna diferencia entre el tiempo de la calle o de la casa y la jornada escolar. Salíamos todo el equipo a meter a lxs estudiantes al aula cuando terminaba el recreo, para reforzar la idea de que había momentos para el descanso y otros para el trabajo, y contribuir así a formar hábitos pero también a respetar ciertas reglas. Por entonces, muchxs preceptorxs y docentes nos jugaban en contra: o bien porque no ayudaban en esa tarea de buscar a lxs chicxs por todo el colegio para entrarlxs al aula, o bien por no estar dentro del aula cuando debían. Era muy difícil explicarle a unx alumnx que debía estar en el aula porque había comenzado la hora de clase cuando su profesorx no estaba allí. Fueron muchxs también, no obstante, lxs adultxs que nos acompañaron o que comenzaron a hacer lo que debían cuando se dieron cuenta, supongo, de lo que acontecía así como de las posibilidades concretas que teníamos de hacer algo al respecto. También muchxs operaron cambios en sus conductas porque nuestro hacer los ponía en evidencia, aun si no era eso lo que nos proponíamos, y por lo mismo también fuimos muy criticadxs en algunos momentos. Incluso, no faltaron quienes se aprovecharon de que hiciéramos nosotrxs lo que les correspondía hacer a ellxs.
También en aquellos primeros días, identificamos un problema que parece evidente: antes de abandonar del todo, unx estudiante falta. Se ausenta una vez, dos veces, tres y cuatro… ¿Qué se hacía en esos casos? ¿Por qué faltaban o por qué nadie lograba hacerlxs regresar? ¿Había acaso algún protocolo que se siguiera para evitar la fuga silenciosa pero alarmantemente masiva? Entendíamos que no bastaba la amenaza de quedarse libre para hacer que quien no venía a la escuela, viniese. Antes tenía que haber un motivo que hiciera que quedarse libre fuera algo de que lamentarse. Entonces, aparecieron otras líneas de acción. Por un lado, algunxs preceptorxs llamaban a las casas para informar a las familias acerca de las ausencias de sus chicxs. Cuando eso no ocurría, comenzamos a hacerlo nosotrxs. Pero no era un llamado burocrático ni delator, ya que lamentablemente aprendimos rápido que en muchos casos un llamado así solo se traducía en una golpiza para lx estudiante que nos preocupaba, o en que la familia decidiera que ya que no quería ir al colegio debía dejarlo de una vez por todas e irse a trabajar. Eso cuando no cundía la indiferencia. Entonces se trataba de un llamado casi militante, que buscaba explicar las razones que hacían importante que lxs jóvenes estuvieran en la escuela, que hablaba de derechos y de obligaciones, que intentaba motivar a lxs estudiantes y comprometerlxs con su propio futuro cuando eran ellxs quienes levantaban el tubo. Muchas veces también no había forma de dar con la familia: nadie nos notificaba cuando cambiaban de línea, los telefonogramas no llegaban porque el correo no se quería meter en la villa, y ahí quedaba todo. Entonces, empezamos a tejer nuestras primeras redes con personas y agrupaciones que trabajaban en los barrios en que nuestrxs estudiantes vivían, y empezamos a ir a buscarlxs a sus casas. Era una experiencia interesante por donde se la mirara: porque a nosotrxs nos permitía entender mejor las realidades de las que provenían, porque ellxs sentían que realmente nos importaban o que se acortaba la distancia que nos alejaba. Es imposible borrarse algunos rostros que nos cruzamos y que se sorprendían de vernos allí o que se alegraban cuando golpeábamos la puerta de sus casas o nos tomábamos unos mates con sus madres en su interior. Con el correr del tiempo fuimos encontrando algunos otros recursos que permitían también contactarlxs sin que a nosotrxs se nos fueran las tardes recorriendo la villa: lxs promotorxs educativxs, el ASE que se encargaba de seguir a aquellxs chicxs que habían solicitado un pase a otra escuela de la misma jurisdicción y sobre quienes nos preguntábamos si verdaderamente estarían siendo escolarizadxs.
Preguntarnos por sus ausencias era también preguntarnos acerca del por qué asistir a clase. Como en mi adolescencia, la escuela me resultaba un lugar casi hostil: con honrosas excepciones estaba llena de estrategias de aprendizaje poco efectivas y desmotivadoras; aplastaba toda curiosidad, carecía de sentido, estaba divorciada de la vida cotidiana y de la sociedad; estaba asimismo desbordante de horas libres y con una buena cantidad de docentes también desmotivadxs, pesimistas, o abiertamente estafadorxs, despojadxs de toda vocación de enseñanza o de la confianza en que esxs otrxs podían aspirar a ser -cuando menos- mejores personas, ciudadanxs responsables y activxs, y de la posibilidad de incidir en que tuvieran -por ende- una vida mejor de la que tenían o de la que imaginaban a futuro.
Así que empezamos a pensar actividades en esa dirección. Generar propuestas más atractivas, colaborar con aquellxs docentes que no se cansaban de intentar cosas aunque no siempre les fuera bien, mejorar el clima de trabajo para lxs propixs docentes, ayudar a lxs profesorxs a planificar otro tipo de actividades, a mejorar su relación con lxs estudiantes, cubrir las horas libres, etc. Por supuesto, no es que nos la supiéramos todas. Estábamos dispuestxs a probar cosas y con ese fin planificábamos o buscábamos recursos. Y creíamos (creemos todavía) en el trabajo en equipo frente a una cultura docente, unas condiciones de trabajo y un momento histórico que promovía/promueve el individualismo. Nuestro rol se volvió entonces, por una parte, el de unx ayudante de clase o de una pareja pedagógica; por el otro, el de creadorxs de proyectos escolares más amplios, que atravesaran distintas asignaturas, que incluyeran temáticas o modalidades poco exploradas, que probaran otra distribución del tiempo o de los espacios, que ensayaran nuevas formas de agrupamiento. Así, en un momento nos ocupamos del armado de una agenda cultural, pensando la escuela como un centro cultural (valga la redundancia) en donde se ofrecieran, en el horario habitual de clases, propuestas artísticas (en forma de espectáculos o de talleres), charlas con científicxs reconocidxs, con personalidades del ámbito de la política, con artistas, narradorxs de cuentos, etc. También nació así la jornada de talleres, como una experiencia en la cual por un día docentes y estudiantes se reunían en función de sus propios intereses, ofreciendo unxs –voluntariamente- un tema y una modalidad de trabajo (aun si no tenía nada que ver con la materia que dictaban), y participando otrxs de esas propuestas a elección. Armamos asimismo, junto con un grupo de profesorxs, las primeras muestras de ciencia y las ferias contables. Llevamos adelante un proyecto de huerta e intentamos habilitar y sostener un espacio de educación sexual integral. Y en muchos casos también, buscamos incluir el trabajo con nuevas tecnologías para aprovechar las netbooks y los proyectores con que contaban lxs estudiantes y docentes o la propia institución. Porque ahí también había una serie de conocimientos o de posibilidades que no podíamos seguir ignorando y que alimentaban las brechas y los vacíos.
Cada una de estas iniciativas en sí misma entraña un sinnúmero de aprendizajes particulares de las que espero poder ir dando cuenta. Algunos hallazgos no resultan ser demasiado originales en la teoría (se trató más bien de la puesta en práctica de postulados anunciados ya desde hace tiempo) pero sí en el día a día de la escuela. Por ejemplo, que los espacios o la distribución de los cuerpos en el mismo propician formas distintas de relacionarnos entre nosotrxs y con el saber; que generan nuevos circuitos para las palabras y las miradas; que configuran otras relaciones de fuerza u otros regímenes de legitimidad. Que el color de la pintura del aula puede condicionar el nivel de motivación con el que se trabaja en ella. Que ciertas metodologías de trabajo y ciertas tecnologías educativas modifican también las conductas y favorecen o dificultan el aprendizaje significativo. Que son imposibles las recetas (aunque se pueden enunciar algunos principios generales): las estrategias no pueden ser pensadas al margen de los contextos específicos y de las personas que intervienen en ellas. Que la escuela necesita que repensemos qué es un acto educativo y que nos comprometamos a ampliar sus fronteras más allá de lo estrictamente escolar (o de lo escolar mal entendido), dejando de lado actitudes burocratizadas o estigmatizantes, cálculos de costo-beneficio mezquinos, y dando la pelea donde haya que darla, sin olvidar ningún frente.
(Continuará…)