Muchas veces se oyen quejas respecto de las nuevas demandas que debemos enfrentar los/as adultos/as en las escuelas. Quejas que intentan trazar una divisoria de aguas entre lo que es pedagógico y lo que no lo es, tildando a esto último de “asistencialismo” o de cualquier otra cosa que nos permita eximirnos de la responsabilidad.
Muchas veces también se debaten qué contenidos son “escolares” o “pertinentes” para la escuela o para los/as chicos/as cuando se ponen sobre el tapete cuestiones sobre el sentido de los aprendizajes o sobre la articulación entre los saberes que se construyen en las instituciones educativas y la vida cotidiana.
Muchas veces, por último, se discuten qué comportamientos, vestimentas o expresiones son aceptables en los/as chicos/as dentro de los muros del establecimiento, y cuáles ameritan la expulsión.
La escuela no es una isla: en la escuela suceden muchas de las cosas que pasan fuera de ella. En la escuela hay robos, hay pibes/as con hambre, hay desencantados/as y desencantadores/as. Y, como en el mundo, uno/a tiene la capacidad de incidir –en mayor o menor medida–
sobre esas realidades. Pero para ello, hay que hacerse cargo.
Ahora bien, la escuela no debería ser una isla tampoco en otro sentido…
Resulta que la semana pasada una estudiante de 14 años que se ve mucho más chica por su menudez, por sus facciones, por sus actitudes, llegó al colegio tapada hasta la nariz. Ella aducía tener mucho frío, pero quienes la conocemos y sabemos parte de su historia, imaginamos que la polera estaba ahí por algo más.
El vínculo, la confianza que algunos/as adultos/as hemos logrado construir con ella a través de estos meses, fue lo que nos permitió acceder a lo que verdaderamente le ocurría y a que nos mostrara el enorme golpe que ocultaba bajo su ropa. La mamá había llegado alcoholizada y se las había agarrado con su hermanita de 7 años. Ella intentó interceder y la terminó ligando también. En el medio, hacía unas semanas que una prominente pancita que también intentaba disimular nos hacía sospechar de un embarazo y veníamos buscándole la vuelta para que vaya al hospital, no contando desde la escuela con un/a solo/a adulto/a de su entorno capaz de acompañarla y de compartir con nosotros/as la preocupación y la necesidad de cuidar de su salud.
Ella tenía miedo. La mamá le había dicho expresamente que no contara nada. Siempre estas situaciones te ponen en un dilema: porque una no se puede quedar callada y ser cómplice de esas violencias, porque tampoco querés quebrar la confianza con la joven, pero sobre todo porque experiencias anteriores te hacen dudar si hacer intervenir a alguien más, aunque sea quien supuestamente debería velar por sus derechos en esas circunstancias, garantizará una intervención que ayude a esa adolescente o si, por el contrario, terminará embarrando más la cancha de algún modo.
Cuestión que decidimos dar parte al SAME y a la guardia permanente de abogados/as del gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Aun tomándose su tiempo, el SAME fue el primero en llegar y el primero en re-victimizar a esta estudiante. Una paramédica, extremadamente violenta en sus formas, no solo preguntó a gritos y públicamente acerca de las razones por las que los/as habíamos llamado sino que pretendió llevarse a la estudiante en la ambulancia sin esperar a la Defensoría, sin firmar un acta en el colegio en donde se dejara asentado a dónde la llevarían, y sin que la escuela hubiera asignado un/a adulto/a para acompañarla. Porque en ausencia de la familia y de la Defensoría de Niños, Niñas y Adolescentes, la escuela es la responsable de esa menor. La mujer de la ambulancia decía que no podía perder tiempo, que ella no firmaría nada, y que si la chica no subía de inmediato a la ambulancia se iría porque estaban muy ocupados/as. Todo delante de la joven.
Finalmente, tras prácticamente bajar a la estudiante de la ambulancia a la que la paramédica la había subido sin nuestro consentimiento –mientras decidíamos a toda velocidad quién iría con ella y notificábamos a las autoridades del colegio acerca de lo que estaba ocurriendo-, se decidió que yo la acompañara al Hospital Ramos Mejía pese a no haber un acta firmada por la gente del SAME haciéndose responsables por la decisión del traslado.
En la ambulancia nos daban órdenes con un trato que no solo no contemplaba la vulnerabilidad de Rocío (llamemos así a esta joven) si no que violaba todo sentido de respeto por un/a otro/a. Y yo, que para entonces ya tenía ganas de empezar a discutir fuerte, me abstuve solo para no hacerle pasar un momento peor a la estudiante. A los gritos también, por ejemplo, me preguntaron delante de ella para qué los/as habíamos llamado y cuando respondí me preguntaron quién era yo para hacer diagnósticos sobre embarazo o sobre violencia intrafamiliar…
En fin, 40 minutos después, con una lluvia persistente y un cielo gris plomo llegamos al hospital. En el camino, Rocío apenas me hablaba, molesta conmigo por la situación. Poco a poco fui rompiendo el hielo nuevamente y explicándole por qué habíamos decidido lo que habíamos decidido.
En la guardia pediátrica nos atendió un médico de poco más de 50 años que no la revisó. Apenas si nos preguntó por qué veníamos y Rocío, tímida como es a veces, me hacía que respondiera a todo yo. El doctor dijo que esperaría a la gente del servicio social antes de hacer nada, que llegarían de un momento a otro… y se fue. Afuera la lluvia seguía cayendo y el tiempo pasaba. Con Rocío ya no sabíamos de qué hablar y cuando se cumplió la hora y media de espera se me agotó la paciencia, porque en esa espera también había una importante cuota de violencia hacia ella. En el medio, desde el consultorio en el que nos habían dejado, pudimos observar cómo despechaban, sin atender, a cada madre que llegaba con su hijo/a en brazos a la guardia.
– A esta hora se atiende por consultorio externo, así que tienen que ir ahí.
– Pero yo necesito que alguien la revise ahora, no que me den turno para otro día.
– Los turnos los dan para hoy, vaya para allá señora.
Y se iban al otro edificio del hospital, quién sabe con qué urgencia (porque nadie les preguntaba), con sus niños/as (algunos/as grandes y pesaditos/as, imagino) en brazos, bajo la lluvia… Al rato volvían:
– Nos mandaron de nuevo para acá. Nos dijeron que no tienen más turnos.
– ¿Les dieron algún papel?
– No, solo nos dijeron que nos tenían que atender en la guardia.
– Vaya de nuevo y que les den un papel en que diga que no hay más turnos.
Y la mujer salía de nuevo con el/la chiquito/a en brazos a mojarse.
Y esta situación se repitió varias veces, con distintas mujeres que decían exactamente lo mismo. Mientras tanto, en la guardia, no parecía haber ningún movimiento. Me imagino a este médico tomando mate o quién sabe haciendo qué cosa que consideraba más importante que atender la salud de un/a pequeño/a.
Cuestión que salí a buscarlo y ya a los gritos le pregunté por el servicio social del hospital y lo increpé por la espera. Me dijo que él ya los/as había llamado y que debían estar por llegar, que si quería los/as fuera a buscar personalmente a la otra ala del hospital y me dio una derivación para ginecología, para que fuera allí después de que interviniera la trabajadora social. En la receta, su sello era ilegible e intenté desentrañar a trasluz su nombre: Sergio David, si no recuerdo mal.
Así que con Rocío corrimos entre los charcos, bajo la lluvia, tratando de reírnos un poco de la situación para aflojar tensiones, hasta… donde vimos una puerta. Porque indicaciones no hay por ningún lado. La hago corta aunque se hizo larga: preguntamos a cuanta persona que parecía empleado/a del hospital nos cruzamos, pero nadie sabía dónde estaban los servicios sociales hasta que un médico, por fin, nos dijo que a esa hora ya no había nadie en la oficina correspondiente y que la recepcionista del hospital debía llamar a las personas de guardia de dicho servicio. Consultamos entonces por la recepcionista y nos fuimos de nuevo bajo la lluvia y a los tumbos, preguntando de nuevo a todo el mundo, hasta que dimos con la supuesta recepción en donde dos o tres mujeres, en una especie de consultorio en el que también parecían no estar haciendo nada y donde se escuchaban risotadas, hacían bromas a cada uno/a que entraba allí. Delante de otra gente que estaba en el pasillo en que nos encontrábamos, un pasillo en donde a las ventanas les faltaban los vidrios y en el que por ende el frío estaba haciendo estragos, me preguntaron por qué estaba la niña ahí, si era la chica que había venido por un caso de violencia doméstica, etc. Otra vez más, la estudiante era re-victimizada. Mientras esperábamos de pie y ya tiritando, mojadas y con los ventanales rotos, se nos acercaron otras personas que estaban esperando a ser atendidas:
– ¿Y vos, linda, por qué estás acá? ¿Te sentís mal?
Rocío no respondía. A veces sonreía de compromiso y me insistía con irnos.
Media hora después, estallé de nuevo y empecé otra vez a exigir que se nos atendiera. Llamé a la Defensoría quienes también intentaban por teléfono ubicar al servicio social del hospital. Cuando al fin apareció la trabajadora social dijo que nadie se había comunicado con ella desde la guardia pediátrica y que en cuanto le habían avisado que estábamos ahí había venido. Le hizo a Rocío un par de preguntas por encima, que no llegaban al meollo de la situación y menos por las respuestas esquivas y escuetas de mi estudiante, y pretendió hacernos volver a la guardia para que la viera el médico. Cuando volví a exigirle otro nivel de compromiso, hizo lo que hacen muchos/as profesionales cuando la escuela pide sus intervenciones: intentar hacernos cargo de todo a nosotros/as suponiendo que somos una manga de ñoquis que lo único que quiere es sacarse de encima un problema sin arremangarse. Yo le había contado toda la situación y le había pedido que ante la ausencia de la Guardia de Abogados y el cinismo del médico, ella (en representación de los servicios sociales) se hiciera cargo de tutelar a la menor en esas circunstancias, a lo que me respondió que no podía “quedarse todo el día con la chica, que tenía otros casos que ver”, que si yo la había traído me hiciera cargo yo, o que vaya ella sola, que no era su problema si yo quería irme. De más está decir que a estas alturas mi turno laboral había terminado hacía rato, que venía arreglando por teléfono para que alguien se hiciera cargo de mi hijo –del que debía hacerme cargo yo por ese entonces -, y que eso no era lo único que me preocupaba. Me preocupaba que se vulneraran una y otra vez los derechos de Rocío, que por mucha #NiUnaMenos que hubiere todo el mundo parecía querer desentenderse del asunto, que si ella hubiera venido sola –y como ella, muchos/as otros/as- se hubiera ido sin ser atendida, etc. Me preocupaba que se extrañaran en un hospital público de que “una chica tan joven” fuera derivada a ginecología o que se sospechara que quizás estuviera cursando un embarazo.
Finalmente la trabajadora social entendió por lo que pasamos aquellos/as que trabajamos en un colegio donde estas situaciones son moneda corriente y se dignó a acompañarnos otra vez a la guardia pediátrica, donde confirmé que el médico nunca había logrado comunicarse con el servicio social. Luego escuché a este doctor balbucear que el golpe que la joven había recibido en el maxilar no era preocupante. La trabajadora social ya daba entonces por cerrado el tema cuando le pregunté si el chequeo solo se basaría en los supuestos golpes reportados por Rocío, porque nadie la había revisado en serio, ni siquiera la habían tocado; ni hablar de hacerle algún estudio para ver las implicancias de semejante hematoma. Así salió una orden para una ecografía de maxilar, una ginecológica, una placa, y apareció en escena una pediatra que me metió con Rocío en un consultorio y que le pidió que se desnudara delante de mío. Desde ya salí del consultorio antes de que eso ocurriera, indignada de nuevo y aun si entendía que la médica intentaba cubrirse de posibles acusaciones de abuso. Fue entonces cuando llegó mi reemplazo, la psicopedagoga del colegio, que se tomó un taxi hasta allí desde su casa y se quedó con Rocío hasta las once de la noche, viviendo este tipo de violencias una y otra vez. Nadie quiso dejar nada asentado por escrito: ni que el golpe había sido producido por terceros/as, ni que la adolescente admitió haber sido abusada sexualmente, ni nada. A esas horas de la noche, la Guardia de Abogados/as además dijo que no tenía suficiente personal por lo cual no podrían acercarse al lugar para hacerse cargo de la situación. Ni siquiera estoy segura de que los controles médicos hayan sido realizados como correspondían.
Por estos días estamos tratando de chequear qué pasó con la Defensoría, qué se conversó con la tía y la mamá de esta alumna cuando se las citó al hospital, etc. Era evidente que esa mamá también necesita ayuda: llegó al hospital con una delgadez más que preocupante, mojada y llena de barro y se desplomó en llanto junto a su hija…
Cómo espera, la clase política argentina, que esta chica dé bien en los exámenes PISA…
Cómo es posible que se gasten fortunas en la carrera electoral y nadie invierta en el sistema de salud… porque dudo (y si no es aún más macabra la cosa) que los/as ministros de esta cartera desconozcan las situaciones que se viven en los hospitales públicos… Es inhumano el trato que se le da allí a las personas; es inhumano e injusto que alguien tenga que ir a las 4 de la mañana para conseguir un turno, que se dude de su palabra, que se las ningunee, que se nieguen a hacerte estudios o a darte tratamiento porque no tienen los insumos básicos, que no se nos explique con palabras claras qué nos pasa o qué debemos hacer para sentirnos mejor…
La vulneración a los derechos humanos en este terreno es aberrante. Como es aberrante la ausencia de contención socioeducativa, de estrategias que ayuden a que la escuela tenga herramientas para abordar todas estas problemáticas que no la exceden, sino que hacen a su tarea cotidiana.