Macri y los costos de un pasado silencioso

«La tradición de todas las generaciones muertas oprime
como una pesadilla el cerebro de los vivos.»
Karl Marx – El 18 Brumario de Luis Bonaparte

El pasado es una oferta de sentidos demasiado tentadora para los políticos. Aquellos que aspiran a construir una hegemonía –imponer sus intereses de clase como la voluntad general– tienden a echar mano del panteón de héroes y demonios de las historias nacionales para investirse de un aura de divinidad que los legitime, como los depositarios de un destino manifiesto de grandeza.

Operetas ideológicas

En Argentina esto funciona así desde el primer político que operó el pasado para ponerse el traje de heredero de Mayo: Bartolomé Mitre. A lo largo de la década del 80 del siglo XIX, Mitre –que ya había fundado su “Tribuna de doctrina”, el diario La Nación, en 1870– publicó dos obras fundantes de la investigación histórica en nuestro país: la Historia de Belgrano y de la independencia argentina y la Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana. Estos dos volúmenes ejecutaban una operación lógica novedosa sobre todo por su solidez –Mitre efectivamente fundaba sus afirmaciones en fuentes primarias– y su oportunidad –la construcción del Estado argentino en su faceta más concreta: material, represiva y jurídica–. En primer lugar, ponía la década revolucionaria como el hito fundante de la Nación argentina, elevando a los olimpos de la memoria a las figuras de San Martín y de Belgrano, padres de la patria inmortalizados en el bronce y el mármol; el segundo paso fue colocar entre dos bien vigilados paréntesis las guerras civiles de la década de 1820 y los gobiernos de Juan Manuel de Rosas, señalados como tiranías; finalmente colocó el proceso del cual él fue protagonista, la construcción de la arquitectura del Estado, como recuperación de las tradiciones de Mayo y negadora de los infiernos encendidos por los caudillos federales.

Con matices, todos los presidentes apelaron a ese tipo de relato: el heroísmo de los revolucionarios, la negación de un infierno situado relativamente cerca en el tiempo, y el rescate que ellos mismos encarnan. Edén, caída, redención: un clásico literario universal, un best seller asegurado y –claramente– alejado de la investigación histórica profesional, mucho más rigurosa, matizada y compleja que este tipo de operaciones ideológicas.

El kirchnerismo incluyó en aquel panteón ya consolidado a Rosas, a Moreno, a Dorrego y algunos otros, incorporando elementos de la historiografía revisionista de la década de 1960, atribuyéndole a esas figuras cierto vínculo con lo popular, la libertad y la soberanía nacional. El infierno que el kirchnerismo eligió fue la última dictadura militar: a simple vista, un infierno fácil, pero que se tradujo en un impulso a las causas por delitos de lesa humanidad y cierta recuperación de la épica de las organizaciones revolucionarias de una década especialmente conflictiva –y riesgosa para la simplificación– como los 70. El kirchnerismo hizo de la dictadura su infierno e impulsó políticas de indudable legitimidad que le sirvieron de base para construir su hegemonía en los amaneceres de su gobierno, al que había llegado con escasa legitimidad y en medio de un fuerte cuestionamiento a la clase política. La devastación de 2001-2002, la represión duhaldista y el señalamiento del neoliberalismo menemista como la fábrica de veneno que se esparció lentamente hasta detonar el tejido social –y una indudablemente brillante lectura de esos elementos por parte de Néstor Kirchner– marcaron el camino de una promoción de los Derechos Humanos en una escala inédita desde los 80. Entre otros legados está el de un posicionamiento político frente a la dictadura claro y evidente: se condena.

Desde el 10 de diciembre de 2015 hay un no relato sobre el pasado. Mauricio Macri evita todo análisis de la historia, y hacer referencias que lo muestren como continuador institucional de aquel pasado: ser el presidente de la Nación otorga una tribuna de verdad empírica para mostrarse como heredero y depositario de la historia, cosa más difícil para los movimientos colectivos o cuestionadores de los paradigmas culturales, económicos, políticos y sociales vigentes. Sin embargo, su única referencia al pasado es el kirchnerismo: allí eligió el equipo de comunicación macrista colocar el infierno, el Hades del que emerge su relato. Pero los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner son un infierno incómodo: la corrupción denunciada –el único recurso con que se cuenta para presentarse como “un cambio” en términos positivos– tiene a buena parte del gabinete actual y a socios privilegiados del macrismo insertos en esa misma estructura de corrupción: de Ángelo Calcaterra a Lázaro Báez, de Nicolás Caputo a Julio de Vido.

La ajenidad del macrismo con el pasado quedó en evidencia durante los festejos del Bicentenario de la Independencia, cuando ineludiblemente el presidente debía referirse a esos hechos como cabeza insitucional del Estado. Ezequiel Adamovsky señala muy acertadamente el desgano con que se encararon, y que quedaron plasmados en el granito de la historia con la “angustia” que, según Macri, los protagonistas de ese proceso debían experimentar al separarse de España y su Rey. No hay relatos heroicos, no hay una toma de posta del presidente de ese punto de partida: hay individuos angustiados y un hombre que mira todo eso como si fuera el observador desinteresado de una vidriera más en la avenida de la política, y de la que decide pasar de largo.

Relatar el infierno del otro

El 9 de julio fue un evento obligado: era el bicentenario de la independencia y su primer gran parada simbólica como presidente de cara a los mitos originarios. Sin embargo, ejercer ese cargo también implica tomar una posición acerca de la última dictadura militar, esos siete años de oscuridad que parieron, en los calabozos de los centros clandestinos de detención y tortura de las policías y las Fuerzas Armadas, esta democracia. El régimen que Argentina sostiene desde hace casi 33 años se paró, desde la hora 0, como negadora de la última dictadura militar, marcando en la asunción de Raúl Alfonsín el último umbral que no debe cruzarse. Hubo levantamientos militares, hiperinflaciones, atentados terroristas, tragedias sociales, helicópteros presidenciales, pauperización, grietas de todos los colores, pero jamás se debe volver a cruzar la línea de la institucionalidad política. Es el consenso democrático.

Así, Macri debe firmar al pie ese pacto implícito que, como bien analizan Bruno Bauer y Martín Rodríguez, incluye mirar ese pasado siniestro desde el lugar de las víctimas. Mauricio Macri, el empresario cuya familia se enriqueció durante ese período mediante negociados con el Estado militar, es el Presidente de la Nación, que tiene la obligación de ser el vocero de los vencidos. Visitó en silencio e intimidad la ESMA –la más grande máquina de la muerte de la dictadura–, y arrojó rosas blancas al Río de la Plata –fosa común de los vuelos de la muerte– con Barack Obama.

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Crédito: Diario Clarín

Pero no dijo, nunca, prácticamente nada.

Ese silencio sobre el último gobierno militar, sobre el Estado de Naturaleza del Estado que sentó las bases del último gran contrato, no es gratuito, y deja librado el relato a la interpretación de los analistas, quienes se dedican a detectar los movimentos tectónicos de la historia para narrarla. Los hechos muestran, sí, a Macri y Obama en esa imagen poderosísima, solos y bajo el sol del 24 de marzo de 2016, pero se le suman a la vez el desfile de Aldo Rico y Ford Falcon verdes durante los festejos del Bicentenario, la demora en los juicios de lesa humanidad, las concesiones al lobby –expresado de forma más pública y notoria por el diario La Nación, la Tribuna de doctrina– de los procesados por genocidio para otorgarles prisión domiciliaria, el intento de presar a Hebe de Bonafini durante las rondas de los jueves. Hebe de Bonafini, una de las responsables del consenso de 1983. Sus sinuosas peripecias posteriores –foto con Milani, desfalco con Schoklender– no le restan el poder simbólico de ser una Madre de Plaza de Mayo cuyos dos hijos fueron desaparecidos por la dictadura, una mujer cuya tragedia se expresa en un pañuelo blanco que es, también, uno de los estandartes sangrantes de la democracia argentina. Estos hechos no son contrastados por un discurso oficial: quedan solos, desnudos para quienes deseen tomarlos y sumarlos a algo antes mencionado: Mauricio Macri es hijo de Franco Macri, el mismo que tenía 7 empresas en 1973 y controlaba 47 apenas 10 años después, el mismo que fue beneficiado con la licuación de su deuda privada en 1982, gracias a las firmas de Domingo Cavallo y Carlos Melconián. Mauricio Macri, el heredero no de las glorias del pasado argentino, sino de una fortuna que aumentó exponencialmente gracias a los mecanismos financieros de la última dictadura.

Si a eso le sumamos los vínculos de ex represores con la estructura gubernamental del gobierno Cambiemos –por caso, Pedro Giromini y Enrique Piaggio, a la cabeza de la empresa estatal Intercargo e integrantes de grupos de tareas de la ESMA, o del ex abogado de Galtieri y otros jerarcas, Pablo Noceti, en la jefatura de gabinete del Ministerio de Seguridad de la ex montonera Patricia Bullrich–, la conclusión es clara: Macri no elabora un relato sobre la dictadura porque es socio y heredero de ella, a título personal.

Imponer la hegemonía de un proyecto político tiene al pasado como uno de sus ingredientes principales. Sin recurso al pasado, el presente es prisión, y en el presente no podemos no hacernos cargo de que somos nosotros los protagonistas. ¿Dónde están los intelectuales macristas que aspiran a ser los Nino, De Ípola y Portantiero de este presidente, para articular una relación con la historia que no coloque a Macri como lo que es, un producto económico e ideológico del empresariado socio de los genocidas? En vez de pensar la corrupción kirchnerista –para eso están, más que dispuestos, los jueces– deberían empezar a trabajar en los boxes ideológicos de Cambiemos, antes de que sea demasiado tarde.


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