Son tiempos en que una buena suma de factores pone en cuestión las herencias modernas de lo público y sus reformulaciones en el Estado de bienestar. Nuevos esquemas de trabajo parados en nuevas tecnologías le imprimen cierta urgencia a los Estados periféricos –que profundizan su modelo financiero-primario exportador– para desregular las relaciones laborales. La caída del bloque comunista hace casi 30 años deja sin respaldo presupuestario, militar y hasta filosófico a la posibilidad de organizar un movimiento de respuesta y enfrentamiento a estas avanzadas sobre los viejos esquemas del capitalismo fordista. Las nuevas derechas que florecen en Europa, Estados Unidos, Asia y América Latina combinan la utopía de la tiranía de mercado con una moral que busca “poner en su lugar” a las minorías que amenazan los privilegios de las “mayorías”: a las mujeres, a los pobres, a los negros, a lxs trans. El espíritu que une a estos grupos variopintos es el de restaurar, en lo discursivo, las jerarquías tradicionales de la sociedad (en términos reales, esas jerarquías se han mantenido, matizadas, pero sin demasiados movimientos). Tal vez ahí podamos encontrar una categoría, un nombre, una etiqueta para estos anarcocapitalistas autoritarios, evangelistas pentecostales y católicos de esta nueva contrarreforma: los grupos jerarquistas.
Con el capitalismo en un ritmo transnacionalizador que se reacelera, con gobiernos alineados con estas nuevas formas de trabajo desregulado, con las estructuras de la democracia caídas en desuso bajo nuevas formas de filtrar, entre las grietas de las instituciones, salidas autoritarias y proscripciones, ¿Cuál es el rol de la escuela pública? ¿Cuál es nuestro rol como docentes?
La pregunta nos aplasta todos los días al llegar a la escuela, al izar la bandera, al preparar un acto, al organizar la burocracia para una salida didáctica, al planificar una reunión con las familias. ¿Para qué hacemos lo que hacemos? ¿Estamos en el camino correcto? ¿O estamos derrotados definitivamente, y sólo nos queda transitar una muerte lenta hasta que los arquitectos más astutos del vaciamiento completen su operación de mediano plazo?
Ante una pregunta que me invade de forma muy recurrente –si el sistema educativo público tiene futuro, si mi trabajo tiene algún sentido, si la escuela pública no será una rémora de modernidad que tratamos de barnizar con formas de resistencia que se quedaron ancladas en 1973–, últimamente vuelvo a mirar mi espacio de trabajo y pienso en una respuesta: la democracia. No me queda claro si volver sobre los consensos básicos democráticos y las libertades individuales es una solución antigua o adelantada a este presente. Tal vez sea antigua, otorgándole entidad a una forma de representación y gestión del poder y la esfera pública que hoy aparece devaluada, percudida. Sin embargo, y a falta de una mejor respuesta aparece otra contrapregunta: ¿Se trata simplemente de “relajarse y gozar”, o sea, darse por vencido y tratar de sacar individualmente la mejor tajada de este nuevo orden desregulado y violentamente rejerarquizado? ¿O de, mientras tratamos de entender hacia dónde se mueve el mundo y con él nosotros –porque sin embargo se mueve, porque sin embargo nos movemos–, tratar de rescatar los añicos de lo que tanto costó conseguir, a ver si con eso se puede construir algo colectivo, plural, nuevo, poderoso?
Tomo para analizar un caso personal pero que puede traspolarse a prácticamente cualquier escuela pública del Área Metropolitana de Buenos Aires, y hasta de cualquier gran ciudad de Argentina.
La escuela pública hoy contiene una diversidad impensada hace 30 años. Ya no se trata de la vieja leyenda igualitarista de “la hija del terrateniente se sienta al lado del hijo del portero”. Las tres décadas y media que llevamos de democracia han visibilizado otras diversidades además de las de clase. Hoy tenemos chicxs argentinxs, bolivianxs, venezolanxs, paraguayxs, peruanxs, colombianxs. Tenemos pibxs de clase media, clase media baja y clase baja, según la zona de la escuela, con más o menos variedad en este sentido. Tenemos, en nuestras escuelas secundarias, a pibxs que están comenzando la transición hacia un género diferente a de su sexo biológico. Tenemos alumnas embarazadas, madres y padres adolescentes. Tenemos repitentes reiterados y pibxs que, después de un año accidentado, hacen un nuevo intento de escolarización. Tenemos chicxs con la panza llena que salieron eyectados de alguna privada porque no lograban enmarcarse dentro de sus normalizados códigos de conducta. Naturalmente, y como ya se dijo, esto depende mucho de la zona donde esté la escuela, y hasta del turno incluso. Sin embargo, la escuela pública es la condición de posibilidad para que se produzca este encuentro. Esa posibilidad es real, existe: las puertas están abiertas para quien quiera asistir, sin importar si completó sus trámites de ciudadanía, si tiene o no plata, si vuelve a intentar una trayectoria educativa con baches, si fue mamá.
En un marco rejerarquizante, entonces, en la escuela se producen situaciones a contramano de los discursos y las prácticas dominantes. Alumnas y alumnos de diferente extracción, en igualdad de condiciones y equidad de oportunidades, desarrollan actividades de reflexión, participación, aproximación a nuevos conocimientos, en el marco del diálogo y la gestión no violenta de los conflictos. La escuela pública es el único lugar, el único espacio de la administración pública que es una máquina masiva de integración de la diversidad y que iguala la palabra. No hay jefes ni voces más autorizadas por extracción social, cultural, étnica, religiosa o de género, ya que nuestro deber como docentes es visualizar las diferencias para establecer una arena de discusión y trabajo igualitario. En otras palabras, en la escuela pública se hace praxis la ficción igualitarista de la democracia liberal. Por supuesto, y de nuevo, esto depende mucho del público que asiste a cada escuela. Pero el marco está. La ley está. El Estado debe garantizar la inclusión y un banco, una silla, un docente y una vianda para cada pibx. Debe garantizar su voz y el respeto de sus derechos, y elevar burocráticamente las situaciones donde se detecten derechos vulnerados.
Yendo concretamente al caso, días atrás organicé con alumnas y alumnos de 4° año una salida al Parque de la Memoria – Monumento a las víctimas del terrorismo de Estado. A la verificación de la escuela pública como comprobación real y prácticamente única del sistema democrático, se suma el escenario nombrado anteriormente: un sistema que se anuncia pasado de moda, anticuado, incapaz de resolver “los problemas de la gente”. Al final, la democracia no dio de comer, no curó. Pero capaz que educó. O, al menos, ésa es nuestra función.
Nuestrxs alumnxs, tan diversxs, nacieron casi todxs cuando ya había empezado el siglo XXI. Por varias razones, pero principalmente por un tema generacional, no sienten una empatía directa con el proceso histórico de la transición democrática y el valor intrínseco del Juicio a las Juntas y las políticas de derechos humanos, ni por la complejidad, los accidentes y la sinuosidad de esa política pública. Desconocen la lógica “indulto-desfinanciamiento de las Fuerzas Armadas” que, en medio de mucha polémica, también permitió desarticular a los militares como un actor político decisivo, lugar que habían ocupado desde 1930. Desconocen la democracia porque nacieron con ella más o menos sólida. Vivieron su infancia, y la mayor parte de sus vidas, durante el kirchnerismo. Y ahora se enfrentan a la necesidad de explicar este cambio de ciclo. ¿Qué es el macrismo, cómo se inserta en la historia argentina, en sus propias biografías?
Visitar sitios de memoria, con un adecuado trabajo pre y post salida, es una forma de encarar la temática desde un lugar que rompa un poco con las rutinas escolares. Es, además, un trabajo que debería realizarse independientemente de la materia que se enseña. Sin caer en el facilismo de etiquetar la formación democrática como un contenido “transversal” (la mejor forma de legitimarlo y vaciarlo de sentido al mismo tiempo), tal vez en el ejercicio de fortalecer la reflexión crítica sobre el sistema democrático, su devenir, sus contradicciones, sus deudas y sus logros, promoviendo debates sobre su identidad en Argentina, y sobre el rol que le toca a lxs pibxs en ese juego, sea la función privilegiada de la escuela pública en el siglo XXI. Sea la salida a nuestro laberinto, nuestro hilo de Ariadna.
Con los grupos jerarquistas como Minotauro desatado, declarando tabúes y exigiendo silencios por todos lados, con gobiernos que toman esa agenda y la hacen ministerio y política pública, adoctrinar –ahí sí– en la democracia, y enseñarla mediante su práctica –la voz de las diversidades, la armonía algo caótica de lo coral– puede ser a tarea de la escuela pública en el futuro a corto y mediano plazo. No sólo eso: puede ser su horizonte de sentido, su función social, su bandera. Especialmente en secundaria, donde la crisis estructural del nivel la tiene en un limbo de paradigmas y crisis total de identidad.
Tal vez enarbolar estas banderas está, como se dijo, a contramano de las tendencias dominantes. Tal vez uno es presa de cierto romanticismo, o de restos del romanticismo que mamamos de las mejores tradiciones de la modernidad y el Estado de bienestar. O tal vez los tiempos históricos no se suceden unos a otros –“esta forma de trabajo reemplazará a aquélla, es inevitable”– sino que se entremezclan y abren engendros imposibles de calcular, restos de pasado que asimilan los primeros rayos del futuro. O que los combaten, y fruto de ese combate aparecen nuevas formas de viejos modelos. Eso nos ha enseñado la historia, siempre tan alérgica a los modelos puros y tan plagada de monstruitos.
La democracia y la escuela pública son legados demasiado contundentes como para desaparecer de un día para el otro. Y tal vez tomándolas como trincheras a defender estaremos eligiendo el lado en las batallas del futuro.