No sabemos no poner el cuerpo. No lo digo como una virtud, aunque me salga de las entrañas de una jerga militante, militancia a la que de hecho le critico muchas veces esa vocación de regalar el lomo desmedidamente, de cristianamente ofrecer la otra mejilla. No, lo digo como una pura descripción de nuestra profesión en su aspecto más trabajoso: el oficio de poner el cuerpo.
Podemos discutir hasta el hartazgo qué es enseñar y qué es aprender, podemos preguntarnos si eso es posible en la distancia física, podemos debatir como si estuviéramos hablando de los paramecios que mira un alumno de quinto grado con el microscopio. Podemos hacer de cuenta que entendemos, que sabemos, que podemos comunicar, que alguna respuesta nos queda, que si existe una certeza, la tenemos les docentes. Podemos fingir aplomo pero lo cierto es que somos un colectivo sacudido por la imposibilidad de poner el cuerpo y frente a eso no tenemos idea de qué dar. Cierto es que sabemos de didáctica y nos sobra intensidad para estar permanentemente buceando en busca de otros ejemplos que nos den una idea de horizonte, sin embargo, nuestras propuestas son principalmente apuestas, intentos. Estamos confiando en que algo de todo esto que estamos inventando a contrarreloj vaya a servir. Como no podemos poner el cuerpo, ponemos todo lo demás.
Una profe, contagiada de COVID, falleció dando clases virtuales. Sus alumnes la vieron en esos últimos instantes a través de una pantalla, queriendo infructuosamente socorrerla. Se cruzan muchos contrastes acá. Lo solitario e íntimo de la propia muerte (¿qué más intransferible que dejar de ser?) le tocó en un contexto confusamente público, en su casa pero rodeada de gente que en otras circunstancias no sabría de qué color están pintadas sus paredes. Le tocó estar acompañada de otras miradas como para que todo se transformara en un espectáculo doloroso, pero también lo suficientemente sola como para que nadie pudiera ayudarla o, al menos, abrazarla. Incluso este contraste: en medio de la muerte –porque una pandemia es, más que nada, una inmensa e interminable muerte- había un grupo de gente jugándole un pleno a un futuro que nunca pareció tan escaso como ahora. Conscientes de nuestra propia finitud, hay quienes seguimos prendiendo la cámara del Zoom para convencernos mutuamente de que queda algo más por lo que seguir probando suerte.
Por supuesto, nos asalta la pregunta de qué hacía dando clases si estaba enferma; por lo obvia y por no contar con los detalles (que tampoco me competen), voy a saltearme esta cuestión. Quizá me convendría no hacerme la distraída y pensar que yo también trabajé muchas veces estando enferma y, nuevamente, no lo digo como una virtud. Hay una reflexión acá que me cuesta, que quiero esquivar porque me resulta incómoda, que se contradice en algún punto con lo que planteé varias veces respecto de una posible o deseable vuelta a clases. La realidad es que no sé ser maestra sin poner el cuerpo, pero peor todavía es que no estoy segura de querer ser maestra si serlo implica no poner el cuerpo. Recuerdo mis clases de residencia y cómo mi profesora destacó “mi histrionismo”, recuerdo el cuerpito tembloroso de un nene llorando en mi abrazo, mis cuerdas vocales me recuerdan en cada clase de canto que algo le pasó a mi garganta por dejarla ahí, en los recreos del patio grande. ¿Cómo se hace de otra manera? Esto que hago ahora, ¿es educar? ¿Estoy enseñando algo? Un poco más terrible: ¿estoy? ¿Sí? ¿Seguro que estoy?
A veces pareciera que es pereza cognitiva o negación, o incluso hay quienes lo ven como militancia oposicionista (en fin); yo creo que de verdad no sabemos cómo más hacer. Estamos acostumbrades a la potencia irreemplazable del propio cuerpo en el acto educativo, del movimiento político que es exponer la totalidad de une en un espacio público, de mostrar entera nuestra existencia y poner en la mesa todo lo que somos, nuestras ideas, nuestros modos, nuestro humor, nuestros rollos y papadas y canas y cojeras y miopías y ojos hinchados por haber llorado la noche anterior y disfonías el lunes después del clásico y la quemadura despareja del sol que nos dio en la marcha. Nuestro cuerpo es también nuestra herramienta de trabajo porque enseñamos gracias al vínculo y quizá no entendamos cómo conseguirlo ¡y sostenerlo! de forma remota.
Yo me hago cargo de no haber podido con esto. Yo fui a la escuela siempre que pude a repartir viandas y charlar con las familias que estaban completamente desconectadas de las tareas. Me enteré más por mis alumnes así que vía mail y WhatsApp. Ojalá esto no me cueste en salud mía o de mi gente, ojalá mañana pueda mirar para atrás sin arrepentimiento y no me dé de palos por no haber encontrado otra manera de hacer mi trabajo. Ojalá quienes leen esto no me juzguen muy duramente y tengan la piedad de ver que cuando fantaseo con volver a la escuela es porque ya no sé cómo más lidiar con la impotencia y la frustración.
Hoy el cuerpo se me queda atorado en un laberinto de angustias porque está demasiado lejos del lugar que amo. Así que lo uso para llorar, pensar y escribir para ver si algo de todo esto nos sirve para imaginar un mañana. Como estaban haciendo en esa clase virtual, apostando, en medio de la catástrofe, a la esperanza de la educación.
Una respuesta a “Alma, corazón y vida”