Desconexión sideral: familias y escuela en diálogo remoto

Terminaba abril y yo seguía sin recibir ni un mensaje de las familias. Mientras tanto, mi amiga se enojaba con la maestra de sus hijos por no ofrecer algún tipo de encuentro virtual. Una y otra, oscilando entre la tristeza, el enojo y la impaciencia, reclamábamos cercanía. Nos pidieron distanciamiento social y nosotras, porfiadas, pedíamos poder acercarnos.

Uno de los clivajes más ríspidos de la educación es la relación entre las familias y la escuela, tema del que se habla muy poco en comparación a otras tensiones como la autoridad en el aula, el bullying, la violencia escolar, el eterno debate inclusión/integración o los eslabones perdidos en la “cadena de mando” de las jerarquías educativas. Las interacciones entre distintos actores de la comunidad educativa son un tema recurrente y, sin embargo, muy poco se habla sobre familias.

Me corrijo: poco se escribe. Hablar, se habla mucho. Los primeros gajes del oficio que adquirimos tienen que ver con afinar la cintura frente a papis y mamis a quienes se les teme; la sala de maestros es nuestro ring de entrenamiento donde aprendemos a esquivar los golpes. No es una metáfora, los golpes existen como existen también los juicios, las amenazas, el hostigamiento y un sinfín de hostilidades que generan un tráfico casi ininterrumpido de actas que van y vienen dejando asentado nada más que el problema, porque rara vez algo se arregla sólo dejando constancia escrita de que está roto. Así, avanzamos, no tanto buscando escenarios ideales sino más bien evitando dolores de cabeza. Generamos una suerte de jurisprudencia informal y tratamos de elaborarnos un protocolo para lidiar con aquello que es siempre conflictivo. Exploramos distintos matices entre la condescendencia, la rigidez, el ocultamiento, la simpatía, la inflexibilidad y la calidez; buscamos alianzas con familias “piolas” que nos salven de la lapidación en la reunión de entrega de boletines y que pongan un manto de piedad en el grupo de WhatsApp; traicionamos muchas convicciones didácticas para dejar conformes a les adultes; dejamos todo asentado, comunicado, fotocopiado, archivado. Todo por escrito.

Entonces, con tanto registro, ¿por qué hay tan poco publicado? Me animaría a aventurar dos posibles respuestas: primero, porque quienes tenemos estos problemas no tenemos tiempo ni lugar para elaborar grandes explicaciones. Y segundo, más importante, porque no sabemos muy bien qué decir. A mí particularmente me avergüenza reconocerme más de una vez como parte de una díada que forcejea el accionar sobre une niñe. La puerta de la escuela muchas veces se transforma en una frontera que divide jurisdicciones y entonces vos no me decís cómo criar a mis hijos y vos no te me vas a meter en cómo les enseño; porque luchamos para garantizar el máximo bienestar de les niñes pero también aprovechamos para disputar un poco de poder, para qué negarlo. Creo que es nuestra propia incomodidad la que no nos permite pensarnos.

Una de las cosas que nos trajo la pandemia fue el cambio de escenario y ahora ya no tenemos esas estructuras bien concretas para apoyar nuestras relaciones. La puerta de la escuela no existe y no sabemos dónde ubicarla, si en el horario en el que contestamos los mails o en cuántas familias tienen nuestro número de celular. Las familias dan clase en sus casas cuya intimidad espiamos a través de Zoom y nosotres hacemos cuadros de números en una puerta que nunca pretendió ser pizarrón. Los límites entre los “poderes” adultos se desdibujan al punto de que llegamos a extrañar la excesiva rigidez edilicia que nos garantizaba hasta dónde debía avanzar cada une. En esta confusión mundial que nos obligó a encerrar a les chiques bajo siete llaves, nos buscamos, un poco a ciegas, exigimos soluciones que no hay y volcamos frustraciones en sacos rotos, nos chocamos y no hay nada que nos obligue a enfrentarnos en una entrevista hasta llegar a algún acuerdo. Buscamos, en definitiva, alguna respuesta y sólo encontramos un débil eco.

Tengo para mí que esta situación hubiera sido bien distinta si esto nos hubiera agarrado con más año transitado. Yo ni siquiera llegué a hacer una reunión de familias y apenas si crucé alguna palabra por cuaderno de comunicaciones. Quienes nos obsesionamos con las teorías del aprendizaje (cómo y por qué los seres humanos aprendemos) entendemos el rol fundamental que tiene el vínculo con les estudiantes, sin embargo, solemos obviar que el vínculo pedagógico incluye también a sus familias. En ese mes en el que estuve hablando sola, subiendo actividades a un blog que parecía que nadie visitaba, pensé mucho sobre esta ausencia y entendí que esa relación también se aprende a tenerla. A veces creemos que dividiendo tareas y responsabilidades entre la casa y la escuela logramos evadir el berenjenal de tener que buscar acuerdos mínimos; muchas veces damos por hecho que esa división es clara, explícita, posible y deseable. Como dice Philippe Meirieu[1], transformamos en prerrequisitos lo que debería ser un objetivo. Cómo se vincula una familia a la escuela no debería ser algo que naturalicemos porque en esa naturalización se nos cuelan una barbaridad de prejuicios (de clase, credo, género) que atentan contra la igualdad de acceso al derecho a la educación. Si tomamos como punto de partida que la familia debe ver a la escuela de una manera y sólo de esa manera, sin problematizar ese mandato, sin historizarlo, sin desacralizarlo, nos perdemos la oportunidad de ir construyendo un vínculo real y alcanzable.

No pretendo dar recetas ni rizar el rizo de lo obvio: sólo creo que en este momento tenemos una cierta plasticidad para el ejercicio del extrañamiento sobre muchas prácticas pedagógicas que hacemos irreflexivamente. La diversidad de estrategias puestas en acción (maestros que reparten puerta a puerta las tareas fotocopiadas, grupos de docentes que hacen colectas de alimentos, maestras que sostienen reuniones virtuales con las familias) da cuenta de que no es posible generalizar un manual de instrucciones, sino que hay que pensar cada relación con la menor cantidad de prejuicios al hombro. Y digo “hay que” porque considero que es una responsabilidad ineludible de la docencia. No podemos seguir descansando en la “socialización temprana” de nuestres alumnes ni depositar en su supuesta ausencia la carga del fracaso escolar, como denuncia Elsie Rockwell[2] en un texto en el que carga contra la idea de diferencia cultural como si los espacios de socialización de les estudiantes y la escuela fueran mundos ajenos e irreconciliables.

Estoy convencida de que algo sacaremos en limpio después de todo esto. No va a alcanzar, por supuesto, como nada alcanza nunca. Quienes enseñamos vivimos aprendiendo y ahora no es la excepción. El consuelo será, quizá, que podemos permitirnos no hacerlo en soledad.

Después de un mes, las respuestas empezaron a llegar pero porque metí un poco de presión mezclado con ultimátum. Me pidieron ayuda para lidiar con los miedos de les niñes a la hora de dormir, me preguntaron si las clases virtuales eran obligatorias, se prendieron a jugar al bingo por Zoom y me buchonearon por no responder un mail que nunca fue enviado. Con todo, lo prefiero al silencio. Finalmente logramos encontrarnos.


[1] P. Meirieu, «La escuela después»… ¿con la pedagogía de antes?, en http://www.mcep.es/2020/04/18/la-escuela-despues-con-la-pedagogia-de-antes-philippe-meirieu/

[2] E. Rockwell, Antropología y educación: problemas del concepto de cultura, Documento del Departamento de Investigaciones Educativas del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, México, 1980.


2 respuestas a “Desconexión sideral: familias y escuela en diálogo remoto

  1. Hola. Hace ya 9 años publicamos, junto a Moira Saint Amant, COMUNICACIÓN FAMILIA ESCUELA. HAGAMOS UN TRATO, con Ed. Noveduc. Abarcamos las entrevistas, las reuniones, los actos, las correcciones. Durante tres años tuve el inmenso placer de dar el espacio institucional del mismo tema en el Normal 1. Es fundamental revisar y capacitarse sobre esta temática. Después de esta crisis por pandemia lo será más aún. Cariños. Silvina Quallbrunn

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