Preguntas pedagógicas al pasado en un presente oscuro

La tercera década del siglo XXI arrancó con una pandemia global que paraliza los lentos esfuerzos por un mundo más inclusivo y menos destructivo. Al mismo tiempo, esa misma parálisis abre la llanura para el galope de las ultraderechas globales. Las calles semidesiertas de las grandes ciudades otorgan visibilidad al cúmulo de conspiraciones que rechazan la evidencia científica, las promesas protectoras de los Estados, que reivindican al individuo absoluto como único y excluyente protagonista de la historia. Lejos de suponer en esas manifestaciones una organicidad política e ideológica, cabe pensar que estamos ante la crisis de varios consensos, tal como plantean Jovana Papovic y Agustín Cosovschi. La democracia no cura, alimenta ni educa por sí sola; los recursos planetarios se agotan; las mujeres y disidencias claman por el fin de un orden patriarcal donde el código era el avance (sexual, laboral, de crianzas) sin consensos; el capital concentrado se ve, al mismo tiempo, amenazado por el reclamo de que pida permiso y envalentonado por la eficacia sus alfiles políticos en buena parte de Occidente.

Adicionalmente, la pandemia pone entre paréntesis (intermitente, molesto como una lluvia que no se decide) la presencialidad escolar, problema que también cae en la partidización miserable. Y ese paréntesis desnuda una serie de elementos centrales del debate educativo, que es permanente y ardiente pero rara vez trasciende la Sala de Maestras: ¿Para qué se educa y a quién? ¿Cómo dialoga la escuela con la cultura hoy? ¿Cómo se articula con el mercado laboral? ¿Cómo se concilia que los niños, niñas y adolescentes sean sujetos de derechos con la tasa de retorno que esperan, de la sala de 3, quienes todavía enarbolan fanáticos la teoría del capital humano como única medida de la educación? Vale la pena repetir esto: la mayoría de los debates que dan las grandes figuras del campo educativo y mediático son debates encarnizados que se entablan entre mate y mate en la escuela. La diferencia central es que entre maestros esas discusiones son urgentes y determinantes, pues de ellas dependen las decisiones que se toman en el aula a cada minuto. Por el contrario, en los cientos y miles de charlas con “especialistas” y “gurúes” esas reflexiones quedan ahí, entre aplausos y señalamientos de lucidez.

Si algo tienen los debates en Sala de Maestros, más allá de -muchas veces- la brutalidad de su verba, es su capacidad de síntesis y ausencia total de voces subidas a atriles de ego puro. En la escuela los docentes somos todos compañeros, atravesados por tensiones por supuesto, pero nadie tiene más autoridad que nadie para dar una opinión. Las charlas en los pasillos de la escuela no son clases magistrales: son asambleas democráticas y democratizantes permanentes, constantes, catárticas y urgentes.

Quedó entonces, con la pandemia, invisibilizada la tarea escolar, reducida al ámbito de lo privado, con las mil y un problemáticas dimensiones de las que se viene discutiendo. Quedan entonces mil y un preguntas flotando sobre el sistema educativo, sobre el trabajo docente. Quedamos nosotres, les docentes, presos en una dinámica de innovación forzosa y de reformulación de muchas certezas.

Todo ese magma de certezas escupido hacia arriba como aerosol ardiente nos lleva, a algunos -tal vez por deformación profesional- a echar mano del pasado para tratar de interpretar algunos de los signos del presente. Las y los historiadores tenemos esa manía: no miramos líneas imaginadas entre estrellas, o la borra del café, o el capricho del tarot, sino el pasado, para tratar de encontrar en la experiencia humana algunas pistas que nos permitan pensar el mundo al que vinimos a nacer.

En ese tren, siempre vale la pena volver a ese maravilloso libro que es La escuela como máquina de educar, con tres artículos extraordinarios de Inés Dussel, Marcelo Caruso y Pablo Pineau, prologados por Cecilia Braslavsky. Los artículos reúnen reflexiones sobre los momentos fundantes de la escuela moderna, durante el siglo XIX y la primera mitad del XX: el complejo devenir de su formato, su imbricamiento con los procesos de conformación de los Estados nacionales, las pedagogías “triunfantes” y las críticas a ellas y a lo que se concebía como la enseñanza “tradicional”.

Ese siglo, siglo y medio de historia mundial parió una parte importante del mundo tal como lo conocemos hoy: la ciencia como fundamento de verdad, el Estado como tecnología de orden social, el capitalismo como forma masiva y global de producción, circulación y consumo de mercancías. El imperialismo como forma de completar la cartografía: entrar a las selvas a los  tiros, bajo el signo de la “Civilización”. Ese siglo, siglo y medio de descomunales transformaciones, claro, dejaron malestares por todos lados, paraísos perdidos bajo el peso de la fábrica, de la policía, de la escuela, del hospital. Sigmund Freud sintetizó algo de esto en El malestar en la cultura.

Simplificando, esa ebullición de ideas tuvo dos grandes polos orgánicos de críticas: el comunismo y el fascismo. Y en esa ebullición de ideas también aparecieron movimientos pedagógicos enteros, no diferenciados necesariamente por polos -muchas veces con devenires cruzados, complejos-. La enorme diversidad de formas de pensar nuestro trabajo en la escuela es tributaria de muchos de estos movimientos, combinados, variando en intensidad según el momento, según el ánimo, según las políticas públicas en general, según las políticas educativas en particular. Según nuestro salario, según la infraestructura, según según según. Tributaria de esos movimientos y otros que vinieron luego, naturalmente. Como no hay ideas puras en lo real, tampoco hay pedagogías puras en la escuela: lo que pasa en las aulas es un palimpsesto dinámico de temporalidades y marcos teóricos, porque en una clase podemos pasar de editar colectivamente videos al higienismo autoritario en dos segundos.

La escuela como máquina de educar permite pensar algunas preguntas, en esa operación que cité más arriba: el pasado como nuestra carta astral, nuestra borra del café o nuestro mazo egipcio. Preguntas urgentes en este futuro próximo en cuyas fauces asoman dientes catastróficos.

Muchas de las preguntas sobre la escuela como tecnología que aparecen mencionadas en el libro nos dejan pedaleando en el hoy: ¿Cuál es el lugar de la escuela en tiempos de inteligencia artificial, de machine learning, de transhumanismo? ¿En tiempos de fake news, de deep fake, de infodemia? ¿En el recrudecimiento de opciones políticas autoritarias y deshumanizantes, que se postulan como liberales pero esconden el más escalofriante darwinismo social? ¿Cuál es el lugar de la escuela cuando los Estados nacionales parecen fallar como ordenadores frente a un Mercado globalizante, cuando sus clases dirigentes tienen menos poder que el capital concentrado en pocas manos, cuando Elon Musk es más fuerte que la mayoría de los presidentes del mundo? ¿Cuál es el lugar de la escuela cuando la escala de valores cada vez se aleja más del respeto a las diversidades sexuales, nacionales, étnicas, políticas?

¿No son estas preguntas, acaso, preguntas acerca de la esencia, si algo así existe, de la escuela? ¿No son estas preguntas, en un contexto histórico deshumanizante, acaso, preguntas acerca de la esencia de les humanes como especie? Si nos permitimos pensarlo de esta manera, ¿no podríamos también permitirnos pensar en una articulación entre ambas esferas?

La miniserie británica Years and Years narra las peripecias de una familia acomodada en el futuro cercano. Sin spoilear demasiado, diré que en el primer capítulo hay una escena donde una narradora oral hace su trabajo una noche, en un campamento de inmigrantes ilegales, de cara a un fuego. La metáfora de la escuela como fogón en torno al que se reúnen humanos a contarse historias es trillada y gastada. Sin embargo puede ser adecuada para pensar su función en el contexto actual. ¿Y si frente a la infodemia y las fake news, frente al consumo desbordado de nuestras burbujas ideológicas en las redes sociales, la escuela tuviera esa función, la de contarse historias, entre otredades mirándonos a los ojos, creando comunidad? ¿Y si una de las esencias de la escuela fuera ésa, la de transmitir la cultura -curada- de generaciones anteriores a las nuestras, por medio de narraciones que adquieren, en las técnicas específicas, formas de diferentes recorridos didácticos? ¿Y si eso fuera, como de alguna manera plantean Simons y Maaschelein en Defensa de la escuela, un refugio, un reaseguro con la excusa de la cultura, frente a la violencia y la velocidad del mundo exterior? ¿No hay algo, acaso, en el acto de reunirse en torno a algo fascinante -el fuego, o un objeto cultural transformado en prodigio didáctico-, de esencialmente humano? ¿Puede servir algo de esto para pensar la escuela en este contexto? ¿Son estas preguntas, en realidad, preguntas conservadoras, que buscan un momento original perdido que en realidad nunca sucedió?

Years and Years

Me pregunto seriamente si existe algo remotamente similar a aquella ebullición de movimientos pedagógicos, de experimentos, o si está todo más o menos inventado y lo que tenemos por delante es combinar elementos de aquí y de allá con mayor éxito (en definitiva, es lo que también hicieron aquellos movimientos pedagógicos). En caso de que sí, de que reinventemos, ¿Para dónde vamos quienes proponemos a la escuela como tecnología clave de un orden social más o menos democrático, más o menos inclusivo, más o menos solidario, más o menos tendiente a la justicia? ¿Y si la democracia pasa a ser, como ya pregona la ultraderecha, un esquema vetusto del que hay que salir: qué hacemos con la escuela?

Hay agravantes a estas preguntas que se me ocurren en el aire: es difícil pensar este contexto nebuloso si sólo lo pensamos como una presentación más del modelo neoliberal, con bibliografía de los 90. Esto no es el Consenso de Washington: esto es la barbarie. Necesitamos otros marcos teóricos, otras formas de pensar la pedagogía, las políticas educativas, la escuela, la carrera docente.

Finalmente, una convicción: de poco sirven estas reflexiones si no sirven para pensar la pedagogía y la didáctica en la escuela. ¿Cómo se traducen estas inquietudes, este malestar del siglo XXI que no termina de hacerse verbo -o peor: se multiplicó en mil millones de verbos- en parte de una perspectiva pedagógica, en secuencias didácticas?

¿No estaría siendo hora de incorporar seriamente estas preguntas en un activismo docente, de docentes de niveles obligatorios (los que enseñamos a aquelles que aún no definieron su futuro), de militancia de cuerpo, tiza, aula, más que en una industria retórica de nicho?


Deja un comentario