Los pueblos se dan ficciones para relatarse a sí mismos. Las historias nacionales de fines del siglo XIX se escribieron para, con un sentido teleológico, justificar el Orden naciente (triunfante) en ese momento, presuntamente heredero de algún pasado glorioso. La identidad y la memoria son una ensalada de hechos reales, recuerdos, exageraciones y omisiones que los colectivos configuran para otorgar algún sentido de unidad. Esto no es nada original, lo han dicho tantísimos, Benedict Anderson y Eric Hobsbawm por ejemplo.
En la biblioteca de la pedagogía hay un montón de estantes que intentan explicar, una y otra y otra y otra vez, apelando a metáforas hermosas y desgarradoras, en qué consiste el oficio docente, y cuál es el sentido de la escuela. Yo durante mucho tiempo he tenido -y aún tengo- reparos a esta industria retórica, que en sus peores facetas sobresemantiza las palabras hasta borrar las acciones que estas designan, y terminan batallando contra ideas cada vez más alejadas del territorio, de la escuela, o las mil y un maneras de metaforizar el proyecto educativo de las derechas (a esta altura tiendo a pensar que el neoliberalismo está tan sobrenarrado que seguir narrándolo se ha vuelto una manía inocua). En sus mejores versiones, hay que decirlo, pueden aportar nuevas lecturas para la urgente necesidad de repensar cuál es la función en el mundo contemporáneo, caído el monopolio de la transmisión intergeneracional de la cultura, caído el prestigio de la docencia, con un mercado voraz que encanta niños con apps, tablets y plataformas. Son las menos, estas versiones, pero un buen ejemplo es el planteo de Simons y Maaschelein de que la escuela puede funcionar como una pausa, un paréntesis a la dinámica de consumo 24/7 atada a dispositivos con conexión a internet y cuyas aplicaciones son aspiradoras de nuestros datos personales: nuestra atención es una commodity para cuatro empresas monstruosas y opacas.
Sin embargo, y un poco volviendo al primer párrafo, esas metáforas, algunas tan hermosamente logradas, son parte de eso que los docentes, desde que existe el oficio -¿desde que el primer homo sapiens que desarrolló lenguaje se sentó a contarle a su horda, alrededor de una fogata en una cueva gélida, sus recuerdos con quienes habían muerto?-, nos damos para otorgarle un sentido trascendente a nuestro trabajo.
Que se entienda el punto: no busco volver a la cárcel del voluntarismo, de la que estamos presos desde que, además de contadores de historias, somos trabajadores asalariados que quieren vivir un poco mejor. Sino subrayar que, a pesar de que somos proletarios de la palabra, quienes disfrutamos de dar clase es porque depositamos allí una expectativa de mejora frente horror del mundo.
Y lo hacemos a nuestro modo, que son nuestras dinámicas de trabajo, que como bien sabemos configuran nuestra subjetividad, nuestra forma de estar en el mundo. Quiero decir: los docentes no sólo en Argentina -tan marcados por Sarmiento, por Puiggrós, y a tanta honra- sino en todo el mundo debemos compartir una suerte de identidad de que tenemos una misión, un deber trascendente, diferente al de otros grupos de trabajadores. Que somos especiales en ese sentido, que la forma en que participamos de la dinámica social es diferente.
Hace unos días charlaba con una persona, que en general tiene posiciones de mucha solidaridad con los docentes, muy enojada por cómo habíamos respondido ante las dificultades de la pandemia, y a los discursos que circularon desde nuestro gremio (llamo gremio al conjunto de los trabajadores, que no es lo mismo que sindicato, que es la representación institucional de ese colectivo). Hay una tendencia hacia la martirización, hacia una santificación inmaculada de nuestra tarea. Sí, es un discurso que circula, la victimización, entre nosotros los docentes. Circula mucho, y circula porque somos constantemente agredidos, vilipendiados, acusados. Porque se nos exige una excelencia que nadie sabe bien en qué consiste, y sin nada a cambio. Entonces la defensa son esos discursos, que yo en privado también lamento, pero que entiendo -y hasta justifico- en público, porque sí, porque la agresión es sistemática y sólo somos mala noticia. La discusión educativa -ya lo vemos en estas semanas- sólo sucede cuando se constituye mediáticamente un repudio a nuestro trabajo.
Pero vuelvo sobre esos discursos, sobre las metáforas para narrarnos. Que pasamos una antorcha, que creamos la magia en un fogón, que tiramos flechas de sentido, que hay algo de lo primal en el acto educativo que consiste en forjar comunidad en grupos pequeños alrededor de una conversación. Que somos un paréntesis del horror del mundo, que hacemos magia y creamos ideas donde no las había. Que abrimos puertas, ventanas, a otros horizontes. Que empoderamos, que emancipamos, que corremos velos, que sembramos preguntas, que proponemos experiencias que enriquecen vidas, que ofrecemos a nuestros alumnos, en la escuela, lo que nadie más le ofrece en ningún lado: contar historias para niñxs sin infancia, debatir sin recurrir a la violencia permanente que propone el mundo adulto fuera de la escuela, hablar de otra cosa para no masticar la mierda de siempre. Y así, un millón de metáforas para explicar qué hay más allá de enseñar en una escuela en un sistema en un país en un mundo en llamas.
Metáforas que tienen todas un poquito de verdad, y mucho de expresión de deseo. Porque si sucediera todo eso en todas las clases este mundo no sería tan horrible, realmente. Y nosotros los docentes sabemos que es una exageración, pero cuando tenemos indicios de que algo por el estilo está sucediendo nos genera una emoción profunda. Sentimos la magia, el sentido de esa misión que es la que le suma un plus a nuestra identidad como trabajadores. Somos trabajadores Y tenemos un deber trascendente. Es la tensión fundamental de nuestro oficio: quienes honestamente apostamos a la docencia no trabajamos solamente por un salario. Sin salario no trabajaríamos, por supuesto, pero no lo hacemos sólo por eso. Y sabemos que eso es un problema en este mundo en que todo es materia de mercado: donde si algo se disfruta debería ofrecerse gratis. Y no. Por suerte la humanidad es mucho más complicada como para reducirla a esa miseria mercantil.
Nos damos esas ficciones, que muchas veces llegan a la automartirización victimizante, porque no queremos admitir que estamos desnudos de símbolos en este mundo pandémico. Entonces nos aferramos a esos símbolos, que supimos conseguir en décadas y décadas de trabajo, para creer que estamos haciendo otra cosa, porque esa misma creencia es la que nos permite volver a la escuela otra vez, o tratar de ensayar el zoom semanal en otra plataforma, o contestar un WhatsApp de un alumno un sábado a la noche en el año mortífero de la pandemia.
Pretender que los docentes hagamos lo que quieren señoras y señores sentados en escritorios es pelearse con la realidad: porque desde los escritorios se piensa en una eficiencia imposible y, muchas veces, en una escuela que no existe y que nunca existió. Pero además porque tenemos nuestras propias razones para enseñar. Esas razones dialogan con algo más allá de nuestra clase: esperamos dejar rastros, esperamos trascender, más allá de la ciudadanía, la continuidad de los estudios superiores y la preparación para el mundo del trabajo, que son los objetivos legales del sistema educativo.
Ese deseo de trascendencia en nuestros alumnos -en rigor no es trascendencia de nuestra individualidad, sino de la experiencia en la escuela- necesariamente debe estar adornado de bellos deseos y de una sobreestimación de nuestra potencia. Eso, hacia afuera, parece que no aporta cuando hay que pensar soluciones técnicas de planeamiento para pensar el regreso a la presencialidad escolar en el medio de la segunda ola de la pandemia. Y probablemente no aporte. Pero está ahí, es parte de nuestra subjetividad, pero más aún: es parte fundamental de lo que cohesiona al sistema educativo.
Sin metáforas que apelen al cosmos, a mundos más allá de las fronteras, a la virtud de lo primal, en fin, sin esas tradiciones no hay futuro educativo posible. Si obturan transformaciones necesarias, el desafío es aprender a dialogar con ellas para intentar torcer rumbos, porque efectivamente la educación no puede regirse por concepciones vetustas, excluyentes y nostálgicas de la educación. No me refiero a esas tradiciones: la nostalgia y la idea del Edén perdido están entre mis enemigos discursivos principales.
Cada día tengo menos expectativas en que al poder le pueda llegar a interesar realmente, a nivel macro, la educación. O más bien: creo que hay mucha queja y nula reflexión. Y ante esas quejas se seguirán cosechando esos discursos martirizantes, medio galvanizados. Y frente a esas expectativas decrecientes, sí tengo una certeza: volveremos a la escuela recargados de experiencias didácticas y pedagógicas, vestidos con los ropajes que habremos elegido para pensar que nuestra tarea tiene sentido, a tratar de enseñar mejor.
Excelente! Volveremos y mejores. Y es verdad: el poder seguirá denostando a la educación pública. Pero somos invencibles cuando se produzca el retorno paulatino a las aulas y el mágico vínculo del aprendizaje y cuidado.
Me gustaMe gusta
A veces me olvido que existe este blog. Es un placer leerte Manuel
Me gustaMe gusta
Muchas gracias por leer, Amadeo!
Me gustaMe gusta
Excelente! Hace mucho tiempo que en las reuniones con las familias trato de explicarles «el tiempo de pausa» de la escuela. Me parece vital, es un espacio también de resistencia la la inmediatez, al sinsentido del afuera, al vértigo, me parece acertado todos y cada uno de los ejemplos que pusiste porque dan cuenta de eso, la escuela tiene otros tiempos, respeta procesos, algo que el afuera y el poder no valoran. Gracias por invitar a pensar juntos.
Me gustaMe gusta
Muy interesante Manuel, lo que escribís. Es muy lamentable que no repensemos el orden escolar. En general los gobiernos, aún los que yo puedo llegar a apoyar, no piensan con profundidad en un cambio educativo, para esto hay que proyectar a largo plazo y es dificil en momentos de inestabilidad política.
Me gustaMe gusta