Las celebraciones del Bicentenario de la independencia, bajo el filtro multicolor –más bien amarillo– de la Alianza Cambiemos, nos dejó una serie de recuerdos para quienes trabajamos con el análisis del pasado. “Angustia”, “Cansancio”, los Falcon verde sacando pecho en una avenida de Junín, los veteranos del Operativo Independencia levantando banderas y barbillas, inauguradores del terrorismo de Estado en 1975, y la mirada desafiante, y certeramente apuntando a la cámara, de Aldo Rico, veterano de Malvinas, líder en la interna militar ochentosa entre los mandos medios y la oficialidad de las FFAA y agresor frontal de la delicada democracia alfonsinista, intendente de San Miguel, Ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, aliado ¿incómodo? de la realpolotik kirchnerista cuando ésta transitaba sus años mozos. Y por allá, un hombre de rostro pétreo y anteojos negros aggiornando el slogan Los argentinos somos derechos y humanos que el videlismo engendró ante la visita de la CIDH, entre los goles eufóricos que el gordo Muñoz le cantaba a los oídos envenenados de la sociedad distraída con el Mundial Juvenil de Japón.
Imágenes y voces todas demasiado potentes para quienes trabajamos con el pasado. Pero más aún para quienes trabajamos con el pasado en la escuela. ¿Cómo procesar semejante carga simbólica sobre el pasado reciente y sobre la actitud por lo menos abúlica de un presidente para con la historia institucional del país que encabeza? ¿Cómo traducir esa densidad de fantasmas del pasado –grupos de tareas– y del futuro –la política cruzando el Rubicón del “Fin de la Historia”, el sueño húmedo de Fukuyama que había parecido evaporarse el 9/11–?
Los actos escolares se erigieron en los amaneceres del sistema educativo argentino con el objetivo férreo de inocular una identidad argentina homogénea, en esta tierra de diáspora a la inversa que tanos, gallegos, rusos y tantos otros eligieron para vivir. El peligro –tan en boga– de la disgregación social en manos de grupos de pertenencia que invitaran a la desobediencia al orden estatal –oh, el horror: los proletarios del mundo– debía ser conjurado en una serie de rituales, gestos y homenajes al panteón que Bartolomé Mitre había diseñado para nuestra historia: el 25 de mayo, Belgrano, el 9 de julio, San Martín. Como si algún demiurgo pícaro lo hubiera pensado a propósito, las fechas patrias elegidas respetan un riguroso orden cronológico, de manera que los tres meses que separan a la primera de la última pueden ser pensados como la «gesta nacional» en miniatura.
La primaria: el vaso medio lleno
Quién no recuerda el olor a corcho quemado, ese make up caserito e improvisado para impostar una etnia borrada de nuestra historia por la pluma de los tiempos y por ese racismo latente que tanto nos gusta saborear a los euroargentinos, en las nerviosas previas antes del acto del 25 de mayo. La negra mazamorrera, el escobero, los granaderos, las damas antiguas, y el pibe más facherín con el tricornio clavado en el peinado taza haciendo del héroe de la fecha. Los actos en la primaria, aún clavados con el martillo de las hegemonías en las tradiciones de la escuela, cuentan sin embargo con un importante valor agregado: abren la puerta al juego con el pasado, a la recreación en carne propia, le quitan solemnidad y llenan de vergüencitas infantiles los bronces absurdos. Todo el despliegue logístico, dramatúrgico y colectivo que demandan estos eventos en la primaria hace que, aún atravesados de una visión historiográfica aparentemente rancia, los actos generen dinámicas de aprendizaje –y, mejor aún, de aprendizaje en entornos lúdicos– no sólo de historia, sino también de música, actividades plásticas, educación tecnológica, educación física, arte, y otros etcéteras. A riesgo de presentar una pintura demasiado cargada de rosas, en la primaria las efemérides escolares dan la oportunidad para el trabajo colectivo e interdisciplinario. Pero hay más.
Involuntariamente, el festejo de los sectores populares –especialmente para el 25 de mayo o el 9 de julio– se convierte en la única instancia de visibilización real de etnias y oficios silenciados por la historia de los grandes procesos histórico-políticos, colocando en el centro de la escena a hombres y mujeres pardos y morenos, esclavas, analfabetos. Sin dudas, se trata de un punto de vista exageradamente pintoresquista, es verdad, pero no obstante visibilizador. Y de hecho, esta práctica celebratoria de los subsuelos de la sociedad virreinal encaja perfecto con uno de los procesos históricos señalados por la historiografía “moderna” de nuestro país: la militarización de los sectores populares a partir de las invasiones inglesas y como actor político clave en el devenir de la revolución. Como si hubieran nacido el uno para el otro, los actos escolares en primaria “maridan” excelentemente con la mayor contribución de Tulio Halperin Donghi al relato de la historia argentina. No es poco.

La secundaria: el vaso medio vacío
Lo narrado para la escuela primaria encuentra su inversión casi perfecta al pasar la temible frontera de la pubertad, y encarar el alumno la escuela media, esos cinco años donde el sistema trata de convencer a los adolescentes de que el conocimiento es aburrido e inútil y, a caballo de la adquisición de los hábitos básicos del sujetos de consumo, los va preparando para el hostil mundo laboral y la relación superficial –y sadomasoquista– con el capitalismo. Brutos y despilfarradores, así nos quiere el sistema. Comprando espejitos de colores sin saber bien por qué.
Pues bien, los actos escolares en secundaria se transforman en rituales moribundos donde se narran las épicas gestas de héroes pasados a partir de un tono exageradamente solemne y con un registro despojado de todo atractivo. Discurso, bandera, himno, video de Canal Encuentro que no mira nadie, y todos de vuelta al aula. Nada pasa en la cabeza de los alumnos que los convoque a indagar y a tensionar el pasado; el significado carnavalesco y lúdico que implicaba el 25 de mayo años atrás se ha transformado en un plomazo donde historiadores de nota dicen, pantalla de por medio, cosas incomprensibles sobre el concepto de Nación. Nada que convoque menos. Este tipo de formato termina por ser una pésimamente dada clase de historia, en vez de una indagación del vínculo que la escuela, y el presente, tienden con ese pasado. Vuelven las épicas momificadas, la negra mazamorrera que era la chica que nos gustaba ahora es el sereno rostro de Belgrano sentado con la mano sobre su muslo, quieto, imperturbable a pesar del horror y la improvisación de las guerras, ciego, sordo y mudo por siempre jamás. Ni él dice nada, ni a los chicos les interesa preguntarle nada, pues sus épicas (mal) narradas no parecen tener nada que ver con las potenciales épicas del presente, y no hay un intento de parte de la escuela para que así sea. No se le formulan preguntas al pasado. En vez de eso, se apela a que la luz inmaculada e inmarcesible de un hombre que se murió hace más de 100 años derrame ejemplo moral y sabiduría sobre pibes que no saben si van a comer a la noche en la villa.
La disrupción democrática
La herencia de las efemérides clásicas comenzó a verse trastocada, mientras fueron pasando los años y la democracia argentina pasó su adolescencia, con aniversarios más complejos de abordar, como el 24 de marzo, el 20 de noviembre –para el que hubo que echar mano a autores revisionistas, que invirtieron el santoral clásico y ubicaron a Rosas en lugar de Mitre y Sarmiento–, en 16 de septiembre en la secundaria. Estas nuevas efemérides relacionadas con la conmemoración de las tragedias recientes o la adopción estatal de (para nada) nuevas lecturas de la historia le plantearon un desafío y un campo fértil a la intervención de los actos escolares en la escuela media en espacios de encuentro, de diálogo, donde circule la palabra. ¿Por qué no, entonces, hacer de las fechas patrias clásicas, un espacio de encuentro? ¿Por qué no dar la palabra a los alumnos, como la tienen en la escuela primaria, para que ellos tensionen las siempre conflictivas relaciones entre presente y pasado? ¿Por qué no, a 200 años de la independencia, generar una jornada para pensar el país del pasado, el del presente y el del futuro? ¿Por qué no dar la oportunidad a los alumnos, en esta fecha tan significativa, de negar la abulia presidencial y convertir el Bicentenario en una instancia para presentar sus objeciones y sus dudas a este mundo que se los quiere comer de un bocado?
Protagonistas, espectadores
Los actos escolares tienen una significación especial: no le llamamos acto escolar a un dictado, a una salida didáctica o a un trabajo práctico aunque lo sean. El acto escolar se refiere a una pausa en la rutina de la escuela para conmemorar algún evento relevante. En el acto escolar, como en todo acto escolar, los protagonistas deben ser los alumnos: ellos deben encontrar el camino al conocimiento, ellos deben idear y llevar adelante proyectos, ellos deben evaluar la mejor forma de lograr el objetivo planteado. El docente es quien guía y enmarca esa búsqueda, quien aporta los límites para la creación, las pautas generales y las variables a tener en cuenta. En primaria, este trabajo –con mayor o menor adhesión de los docentes– se realiza aproximadamente de la forma descripta; en secundaria los alumnos pasan de protagonistas a espectadores de un espectáculo que no está claro que sea drama, tragedia o épica, porque está mal narrado, porque al narrarlo nadie pensó en ellos, y porque lo que le dicen sus amigos por WhatsApp siempre será más interesante que la carta que Belgrano le envió al Primer Triunvirato pidiendo autorización para enarbolar bandera.
Una respuesta a “Bicentenario en la escuela (crítica a los actos escolares)”