Diciembre de 1991: tragedia educativa

A la hora del análisis de la política educativa –y como una gimnasia que se hace análogamente acerca del resto de lo político–, se busca identificar a los proyectos políticos que pretendieron construir su hegemonía para identificar un modo de pensar la educación en nuestro país. Esta idea, que puede servir para pensar, por ejemplo, la macroeconomía, muestra sus limitaciones si se aplica sobre el sistema educativo como quien intenta recortar una galletita con la tapa de un frasco. No: el sistema educativo tiene tradiciones, leyes críticas y niveles jurisdiccionales que gambetean la periodización electoral de nuestra joven democracia: alfonsinismo-menemismo-delarruismo/2001/duhaldismo como transición-kirchnerismo-¿macrismo?

Tal vez la historia de la educación en democracia pueda ser mejor leída si periodizamos estos años poniendo los conitos separadores no tanto en las diferentes configuraciones partidistas y sus proyectos sociales, sino en algo mucho más instrumental y pragmático –atravesado, desde ya, por aquel mundo de épicas y revisionismos de palacio–: las leyes. Específicamente una, la que –a juicio de quien escribe– tal vez constituya la ley con consecuencias más duraderas y determinantes sobre el conjunto del sistema: la de transferencia de servicios educativos de 1991.

Un sistema fragmentado

La ley 24.049 le puso los clavos al ataúd del Estado educador. Ésta transfirió las escuelas secundarias, hasta entonces bajo la jurisdicción del Estado nacional, a las provincias y la entonces Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Esta ley complementaba el decreto-ley de la última dictadura 21.809, que había transferido las escuelas primarias en 1978. Sin embargo cabe una aclaración: la Constitución Nacional, en su artículo 5º, le otorga a las provincias la potestad sobre la educación primaria. Nada dice, no obstante, de la secundaria.

Esta ley (y otras subsiguientes durante la década del 90 que terminaron de transferir las que figuran exceptuadas en su artículo 1º) dejó al Ministerio de Educación de la Nación sin escuelas, con el desafío de reinventarse en una cartera que dicte los lineamientos básicos del sistema, pero con el fuerte corset que las leyes Federal primero, y de Educación Nacional después, le calzaron al despojarlo de administrar escuelas.n Dicho de otra manera: el Ministerio nacional tiene fuertes restricciones políticas para actuar en las provincias, de acuerdo a los alineamientos coyunturales de cada momento. No hay muchas maneras, así, de llevar adelante una política estratégica a nivel país. La instancia desde donde esto puede pensarse es el Consejo Federal de Educación, que reúne al Ministro nacional con los ministros de las 24 jurisdicciones. A pesar de esto, los acuerdos están supeditados, nuevamente, a las lógicas políticas: por caso, son conocidos los obstáculos presentados durante el kirchnerismo y la administración PRO en la Ciudad de Buenos Aires para implementar planes nacionales ante la ausencia de designación de referentes locales para realizar la articulación. Así, por más buena voluntad que tenga el Ministerio de Educación de la Nación, y hasta a pesar de los acuerdos alcanzados en el Consejo Federal, los alineamientos coyunturales políticos siempre impondrán fuertes condicionantes a este formato.

El resultado son 24 sistemas educativos autónomos con ciertas características comunes, pero drásticamente condicionados por el PBI de cada provincia y sus dinámicas políticas locales, más que inspirados en sus propias culturas para articular la escolaridad dentro de la unidad nacional y regional. Las “ciertas características comunes” tienen que ver con los contenidos curriculares básicos, y no mucho más. Luego, se intentaron implementar, durante el kirchnerismo, los programas federales mencionados más arriba, aunque con la cancha estrictamente marcada por las dirigencias locales y la marea de alianzas que arrastra a buen puerto algunos acuerdos o deglute, entre naufragios, la potencialidad de una educación articulada.

Una historia de inclusión y transformaciones obturadas

A pesar de que, como se mencionó, la Constitución Nacional le otorga a las provincias el manejo de su educación primaria, lo cierto es que en los amaneceres del Estado argentino moderno fue la Generación del 80, desde su centralismo todopoderoso, quien aprovechó la precariedad institucional del interior para irradiar, vía leyes 1.420 y Láinez, y a través de la maquinaria de las Escuelas Normales, un modelo de educación primaria inclusivo. La segunda mitad del siglo XIX estuvo marcada, entre otras cosas, por las tensiones por definir los límites del poder central y los de las autonomías. Lo concreto es que para cuando Julio Argentino Roca surge como el águila victoriosa de esas batallas –liquidadas por sus antecesores Mitre, Sarmiento y (sobre todo) Avellaneda– y ostentador de la hegemonía que la historia argentina reclamaba en el momento, las provincias apenas eran proyectos de Estados diezmados financieramente y dependientes casi a todo nivel del Estado federal. Así fue como, a pesar de reñir con la Constitución, el Estado nacional pudo articular una política educativa coherente, y disponer recursos para ir en una dirección única: la de la educación universal, gratuita y laica. La operación educativa más épica, mítica y descomunalmente cara de nuestra historia se hizo desde un Estado nacional avasallante, sí, de las autonomías provinciales.

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«La escuela», Pablo O’Higgins (1940)

Como ya afirmamos varias veces en este blog, la educación primaria, en Argentina, nació inclusiva, e inclusivas y jerárquicas fueron y son sus tradiciones. De esta manera, y a pesar de lo que pueda parecer, el decreto-ley de la última dictadura, a pesar de estar firmado con sangre, no causó las consecuencias devastadoras que sí causaría la ley de 1991. En parte porque la escuela primaria lleva en su ADN y en sus propias dinámicas una tarea pedagógica mucho más articulada y con metas y objetivos bien específicos, que no han cambiado sustancialmente: enseñar a leer y escribir, sumar, restar, dividir, multiplicar, y adquirir las primeras rutinas de la socialización secundaria, con rudimentos acerca de la historia y la geografía en que se insertan.

Pero por su parte, y como también afirmamos varias veces, la escuela secundaria se formateó elitista durante la primera mitad del siglo XX, y las presiones para democratizar sus prácticas y estructura, en franco crecimiento desde el peronismo y aceleradas durante los años del modelo industrialista y de pleno empleo, terminaron de eclosionar al recuperarse la democracia en 1983. Indudablemente, sus tradiciones y rutinas no se adecuaban a la lógica de la democracia de masas y a la educación como derecho. Indudablemente, sus dinámicas fragmentarias, desjerarquizadas y enciclopedistas nada tenían que ver con la idea de inclusión, que empezó a fraguar durante los pauperizadores 90 y estallaron luego de la crisis 2001-2002. Eso que en la escuela primaria había sido su razón de ser y su eje estructurador, en la secundaria era una novedad que exigía transformaciones sobre un escenario ya cristalizado de tradiciones excluyentes, sumada la necesidad de extender el derecho a educarse de los hijos del 2001, habitantes de villas que viven la violencia de la falta de servicios y el trabajo precario –entre otras mucho peores– desde que se despiertan hasta que se acuestan.

La secundaria no estaba, ni está preparada para esa transformación tan drástica, todavía.

La hipótesis, entonces, es que el Estado nacional, de contar con la dirección política y pedagógica de las escuelas secundarias que hoy tienen las provincias, sí podría encarar una dirección coherente, un sentido, una serie de metas y objetivos concretos, fijando un horizonte para acoplar al nivel medio a las exigencias y paradojas de la vida en una democracia de masas. Sin embargo, la ley de transferencia de 1991 obturó esta posibilidad, que había asomado durante el alfonsinismo, dejándole a las jurisdicciones locales el manejo de las escuelas, el pago de los sueldos, el mantenimiento de la infraestructura y, sobre todo, la adecuación de cada sistema local a la coyuntura política. La transferencia menemista, en rigor, provincializó la política educativa, en vez de trazar las directrices estratégicas de mediano y largo plazo que requería la escuela secundaria. Provincializarla significó atarla a los intereses de cada grupejo dirigente más o menos feudal, más o menos neoliberal, más o menos preocupado por lo público, más o menos laico, más o menos rico, más o menos pobre. Llevamos, así, 23 años de oportunidades perdidas.

A diferencia del decreto-ley de 1978, que en rigor –y paradojas aparte– adecuaba el sistema a la Constitución Nacional, la ley de 1991 opera sobre un silencio en la carta magna. No obstante, muchas constituciones locales, mientras transitamos el cuarto lustro del siglo XXI, ya mencionan “todos los niveles” educativos como parte de su jurisidicción indelegable. De revertir –con la fuerte iniciativa política y presupuestaria que eso requeriría– la ley de 1991 y volver a dotar al Ministerio de Educación de la Nación de responsabilidad sobre escuelas, podría crearse alguna telaraña legal. No obstante, habría que ver si, políticamente, a las dirigencias del interior no les conviene que se las alivie de la gestión escolar.

Revoleando culpas

El objetivo de fondo de esta nota, en rigor, es relativizar la responsabilidad de los proyectos nacionales en el sistema educativo. Sacando el menemismo –que, justamente, articuló mediante sus alianzas políticas la habilitación de la ley más destructiva de la historia educativa argentina–, el kirchnerismo y la alianza Cambiemos -en sus niveles nacionales- tienen menos responsabilidad de la que se les imputa, o de la que se les puede llegar a imputar, sobre la gestión de la escuela diaria. Concretamente: quienes acusan al “facilismo kirchnerista” de sentar las bases de la tragedia educativa cometen un error de lectura sólo atribuible a una ignorancia escandalosa o la lisa y llana mala intención. Lamentablemente para quienes estamos interesados en el devenir de la educación argentina, cada provincia se ha convertido en un mundo. Una cosa es Formosa, otra la provincia de Buenos Aires, o la ciudad de Buenos Aires, o Salta, Córdoba o Tierra del Fuego. Difícilmente podamos hablar de un sistema educativo nacional coherente, a pesar de los intentos del kirchnerismo para intentar uniformar el descalabro que el menemismo le imprimió en términos de autonomía.

Analizar la política educativa kirchnerista, en los niveles obligatorios, exige mirar qué se hizo desde el gobierno nacional, y cómo esas medidas se articularon con cada jurisdicción. Analizar la política educativa kirchnerista podría sentar las bases de las críticas acerca de la gestión de sus recursos y si ésta se acoplaba realmente con las necesidades históricas del sistema, pero también analizar cómo se dieron las relaciones de la gestión nacional con cada provincia. Por caso, hubo programas federales que se implementaron en el interior que no existieron en CABA, precisamente por las dinámicas políticas coyunturales que señalábamos antes. También se le puede criticar cómo no logró reducir la velocidad de la privatización de la matrícula, pero también qué tanta espalda política tenía para esto, teniendo en cuenta que son las provincias quienes reparten discrecionalmente los subsidios. Mucho más concreto es el análisis provincia por provincia: las decisiones allí tomadas sí tienen impacto directo en las aulas realmente existentes todos los días. Paritarias, infraestructura, vía libre u obstáculos a los programas nacionales, presupuesto asignado, subsidios, etc.: todo se decide en capitales de provincias.

La diferencia más marcada, a nivel nacional, entre la alianza Cambiemos y el kirchnerismo es el vaciamiento franco de muchos de los programas nacionales que habían logrado articular las gestiones de Filmus-Tedesco-Sileoni. En estos días no dejan de anunciarse despidos vinculados a programas de Educación Sexual Integral, el Plan Nacional de Lectura, el Programa Conectar Igualdad y otros. Por lo que se vislumbra, Esteban Bullrich busca dejar al Ministerio de Educación sólo como un instituto evaluador a nivel nacional y nada más. El futuro dirá.

Por lo demás, diseñar la crítica a la educación argentina requiere mucha más rigurosidad que la que la derecha pedagógica, los conservadurismos recalcitrantes y las nostalgias reaccionarias están dispuestas a pensar.


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