Niños nazis y la escuela como fusible

Hechos

El día jueves 26 de agosto comenzó a circular la noticia, en los medios, de un incidente producido en Bariloche, catedral de los viajes de egresados de chicos que están terminando su secundaria. Allí, un grupo de alumnos de la Sociedad Escolar y Deportiva Alemana Lanús Oeste se presentaron en el boliche “Cerebro” disfrazados con simbología nazi, y agredieron a alumnos de la escuela ORT –mayoritariamente judíos–. Se desencadenó una pelea, y versiones cruzadas sobre el accionar inmediato de los adultos responsables de los chicos en Bariloche –la seguridad del boliche, los coordinadores de la empresa de turismo estudiantil, ¿no había representantes de la escuela?–. El hecho fue noticia en todo el mundo. Ante la indignación mediática la directora del colegio alemán de Lanús rápidamente asumió su rol condenando el accionar de los alumnos, separándolo tajantemente del proyecto pedagógico de la escuela, y anticipando claramente las medidas disciplinarias y pedagógicas a desarrollar cuando volvieran.

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«La juventud sirve al Führer – Todos los chicos de 10 años a las Juventudes Hitlerianas», reza este afiche de las HitlerJugend (HJ).

Interpretaciones

A poco circular la noticia, y con el afán permanente de buscar responsables rapidito, también aparecieron los discursos sobre la escuela, la responsabilidad de los docentes, los contenidos: la frase escuchada fue “esto plantea un problema acerca de cómo se aborda la Shoá en la escuela”. La relación “jóvenes-ideología” parece estar sólo circunscripta a las trayectorias educativas, como si los alumnos fueran tábulas rasas que se apropian linealmente de los temas que se trabajan en el aula (sobre esta falacia ya hemos planteado algunas cosas en esta nota).

Esto introduce el intento de definir dónde es que se aprenden valores –el respeto a los Derechos Humanos, o responder a determinados símbolos (los brazaletes nazis) de determinada manera (rechazo categórico)–: es el debate sobre los ámbitos de socialización primaria y secundaria.

Se puede plantear la hipótesis de que cuanto más acomodada es una clase social, más seguros están sus miembros de la superioridad de sus marcos conceptuales. En los sectores más bajos, esos marcos conceptuales tienen que ver con la supervivencia inmediata, que también aparecen como bastante rígidos, pero cuando se empiezan a plantear en el trabajo escolar algunas teorías o preguntas vinculadas a la historia, la convivencia social, la filosofía y la política, si se abordan bien, pueden generar un campo fértil a la pregunta. En cambio, los chicos y chicas de clases medias y altas, los docentes lo sabemos bien, ya traen preconceptos acerca de muchas cosas que se trabajan en las disciplinas humanísticas. Si a eso se suma la “particularidad” del pensamiento adolescente (como si el pensamiento adulto no fuera, también, “particular”) es probable que, en líneas generales, haya ciertas resistencias a incorporar algunas ideas.

Concretamente: si los pibes aprendieron en sus casas o en sus círculos de sociabilidad a banalizar el Holocausto, la escuela puede plantear algunas preguntas, pero difícilmente revierta esa tendencia de forma inmediata. Sí es probable que, a mediano y largo plazo, con las intervenciones de la escuela sobre este episodio los chicos, al menos, eviten este tipo de bromas de pésimo gusto, pero de ninguna manera hay una garantía de que entre sus convicciones no siga vigente esa banalización.

Pero caben aún más preguntas: ¿cuál es el rol de la tan mentada “comunidad educativa” en todo este episodio? ¿por qué no se pone sobre el tapete a las familias de los chicos? ¿cómo reaccionaron éstas al ver a la directora condenar ese accionar de forma tan enfática, despegando tajantemente a la institución de lo sucedido en Bariloche por sus alumnos? No lo sabemos, porque los medios no nos han ofrecido esa visión. Inmediatamente se buscó a la escuela –desde ya, en cierto punto era el marco dentro del cual los chicos estaban de viaje: como compañeros de colegio– y a sus responsables. Entonces, el fusible a detonar es el cuerpo docente –no las familias y los afectos, donde se aprenden estas cosas–, y la demanda a la escuela de realizar acciones reparadoras (ya nos enteramos: los chicos de Lanús irán con los adolescentes agredidos de la escuela ORT a una charla en el Museo del Holocausto), como si la máquina escolar fuera una varita mágica que corrige conductas reprobables. Cuando los medios masivos, siempre con tanta vocación por la simplificación, detectan un comportamiento social miserable, inmediatamente responsabilizan al sistema educativo. Sin embargo, cuando debate la pena de muerte para delincuentes comunes –en la enorme mayoría de los casos, de clases bajas–, o se justifican los linchamientos, o presentan escenas de agresión permanentemente en un estudio de televisión que se pretende “plural”, o reproduce posiciones excluyentes, en todos esos casos en los que promueve la violencia y la sospecha sobre el prójimo (pobre) no se le pregunta a la escuela qué hace para revertir semejante carga simbólica de violencia.

De nuevo, concretamente: Ivo Cutzarida clama por matar a los pibes chorros, pero en la escuela tenemos que decirles a los chicos que no se insulten dentro del aula y que se traten con respeto.

Los medios deberían ir, también y fundamentalmente, a tocarle timbre a los padres de los chicos si quieren un panorama más profundo sobre este evento. No va a suceder: seguramente se trata de familias que, por su posición, saben y pueden evitar el atosigamiento mediático.

Discursos y clases sociales

Los pibes llegan a las aulas completamente expuestos a los discursos hegemónicos y a cómo son abordados esos discursos hegemónicos en sus casas y en las casas de sus amigos. Y la violencia y la exclusión forman parte central, hoy en día, de esos discursos hegemónicos. Defender los derechos humanos, incluso respetar el dolor del Holocausto perpetrado por los nazis, es algo que tratamos de hacer todos los días en la escuela, pero a contramano del mundo.

No obstante, este tipo de situaciones donde se apela a una agresión por medio de símbolos históricos a una comunidad religiosa es más común en ambientes de clase media y alta que en las escuelas públicas donde recibimos a los sectores excluidos. Allí, las situaciones de violencia parecen formateadas por otras variables, que para la mentalidad de la clase media –a la cual pertenecemos la mayoría de los docentes– parecen nimiedades: “me miró mal”, “insultó a mi vieja”, y otros emergentes que, por lo general, tapan vínculos violentos más profundos y más estructurales. Se trata de pibes que viven en un contexto permanente de violencia mucho más material –prepoteos de la policía, muerte de amigos, violencia de género, condiciones de vida infrahumanas– que simbólica.

Las lógica de la educación de castas que se ha venido imponiendo desde hace décadas en Argentina, con circuitos escolares para pobres y para sectores medios y altos bien separados, sólo refuerza esto: adolescentes de panzas llenas que ejercen violencias cualitativamente diferentes a las violencias de los adolescentes de panzas vacías.

Cabe preguntarnos, como docentes y funcionarios de la educación, cuál es más grave, y hacia dónde van las políticas públicas cuando de estos temas se trata.


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