El neurochamuyo visto desde un aula

Tachos de barniz

Días atrás fue publicada una nota en el diario La Nación titulada “Neurociencias en el aula: una nueva forma de mejorar el aprendizaje”. El primero de sus planteos aborda una noticia sobre capacitaciones a docentes, para “introducir las neurociencias en el aula” (¿Haremos intervenciones quirúrgicas sobre cerebros en las escuelas con laboratorio? ¿Los docentes atenderemos a personas que padecen Mal de Alzheimer?). Las capacitaciones son el canal formativo más directo que tiene el Estado nacional –luego de la transferencia de todas las instituciones menos las universitarias a las provincias– para intervenir en lo que se llama “formación continua”: las actualizaciones pedagógicas, didácticas y disciplinares para que los docentes desarrollemos nuestra tarea con estrategias adecuadas a los tiempos. En rigor, una parte no menor de las ofertas de formación continua tiende a ser más una arena en la que se obtiene puntaje para los listados –y así, mayores posibilidades laborales y salariales–, que trayectos que provean herramientas concretas y que contribuyan a cierta disrupción de las rutinas del aula. No obstante, no se debe caer en una generalización: hay propuestas de capacitación realmente significativas que sí apuntan a una mejora del proceso enseñanza-aprendizaje, y que tienen directa vinculación con algunos problemas educativos del presente, situados en nuestro país, con nuestras poblaciones y en nuestro tiempo. Pero tienden a estar algo atomizadas y poco articuladas entre sí. Dentro del espectro de la formación continua entran también las cursos de capacitación que son lisa y llanamente negociados de fundaciones, sindicatos sin afiliados e iniciativas enmarcadas en la responsabilidad social empresaria –una obligación legal que tienen las empresas radicadas en Argentina, y que se traduce en una desgravación de impuestos: la burguesía, naturalmente, nunca da puntada sin hilo–. Esta propuesta, a juzgar por cómo llegó a estar validada por el Ministerio de Eduación de la Nación –esto es, de la mano del marketing editorial y sus promotores, y no a través de otros recorridos más tradicionales–, podría incluirse en este último grupo. Las características y calidades de la capacitación docente obedecen a decisiones políticas: son los funcionarios ministeriales quienes diagraman el perfil de esos cursos, financiando aquí y desfinanciando allá.

Pues bien: esa decisión política hoy sumó una propuesta más desconectada de lo real, vinculada a los negocios que hacen los neurochamuyeros más que a atender problemas que afectan a la escuela desde hace un buen tiempo. Surfeando, como afirmamos, en la ola del marketing que esta suerte de neodarwinismo social ha desatado –y que se traduce en venta de libros sobre el cerebro de los pobres, de las mujeres, de los vendedores de autos usados, de Messi–, sus promotores –con el clarísimo objetivo de cimentar una carrera política que tiene como fin el sillón de Rivadavia– parecen haber pegado contratitos en distintas agencias del Estado para vender sus tachos de barniz. ¿Por qué tachos de barniz? Porque aseveraciones como “Involucrar las emociones en el aprendizaje se vuelve fundamental para motivar” no son planteos novedosos: la teoría pedagógica –ésa que es denostada por los cultores de una “excelencia” falaz– lleva varias décadas analizando el componente afectivo en la relación docente-alumno, y cualquier maestra o profesor sabe perfectamente que una escucha atenta y respetuosa de los alumnos, que saber leer las dinámicas de cada grupo de alumnos y diseñar una estrategia –más o menos intuitiva– de vínculo afectivo con ellos, es casi determinante. Más aún, la idea de la maestra normal como una “segunda madre”, más allá de divulgar una imagen espeluznante –desproletarizada y engrilletada al escritorio del aula–, se remonta a los amaneceres del sistema educativo centralizado. Y el objetivo era bien claro: si la maestra era una segunda madre, obtendría de los alumnos una respuesta más eficaz. Concretamente: el neurochamuyo, aplicado a la educación, es un reciclaje de ideas que forman parte del ABC de la teoría pedagógica desde hace más de un siglo, pero con un barnizado de pretensión pseudocientífica montada en el neuronegociado editorial y con claras intenciones políticas. Y sin pagar derechos de autor o, lo que sería su equivalente, incluir la bibliografía específica al final.

Inmediatamente debajo de los condicionantes afectivos de la educación, en el artículo se hace referencia a la necesidad de “detectar déficits en los niños en los primeros años de la escuela sin tener que esperar a situaciones casi irreversibles”. Otra vez, los tachos de barniz. Los docentes detectamos –bastante fácilmente– cuando un alumno presenta más dificultades que el resto. Hay una multitud de pruebas que los maestros tenemos la capacidad de interpretar para obtener esta información. Lo que le falta a la educación pública argentina no es la detección de los déficits de aprendizaje, sino una estructura estatal que la contemple y provea herramientas, infraestructura y financiamiento para dar respuesta. Como esto tiende a no suceder nunca, rara vez hay un apoyo adicional de parte del Estado para brindar la educación inclusiva que chicas y chicos con problemas de aprendizaje deben tener como un derecho garantizado. Por el contrario, sí, estarán incluidos dentro de la propuesta pedagógica general que se le da a un curso, sin atender a sus particularidades. No es un problema de diagnóstico de los docentes: es la falta de mecanismos de apoyo por parte del Estado. Los tachos de barniz –oh, casualidad– otra vez esconden tras nueve velos las responsabilidades políticas en el sistema educativo, trasladándole el fardo a los docentes, afirmando que, a priori, somos un ejército de ineptos para detectar déficits de aprendizaje. La primer responsabilidad de que la inclusión educativa sea un horizonte nunca alcanzado es de las clases políticas. Luego, sí, de la escuela.

5 minutos más

El segundo punto que aborda la noticia es el problema del horario escolar. María de las Mercedes Miguel, Secretaria de Innovación y Calidad Educativa del Ministerio de Educación de la Nación, afirma que en algún momento habrá que dar el debate sobre el retardo del horario escolar. Para auxiliar sus fundamentos aparece Diego Golombek con sus investigaciones sobre el sueño, quien sostiene que por los ritmos biológicos de los adolescentes el horario actual –que sitúa el ingreso, en el turno mañana, entre las 7:30 y las 8:00– está desfasado de los umbrales de atención de los que, en líneas generales, son capaces las personas a esa edad. En este caso sí, tenemos evidencia científica –no atada a mentalidades o esquemas de valores morales: pura y dura empiria sobre secreción de melatonina y sus efectos– que podría aportar a una modificación del régimen académico. Nobleza obliga, es necesario separar los estudios realizados sobre la biología del cerebro y sus implicancias físicas y biológicas de los intentos perversos de relacionar eso con costumbres, prioridades sociales y formas de entender el mundo. Pero eso será abordado más adelante.

Volviendo a los anuncios fastuosos de la funcionaria –que trabajó en la gestión de Esteban Bullrich en la Ciudad de Buenos Aires desde 2010, y cuya primera medida fue censurar los materiales que el mismo ministerio había preparado para trabajar el Bicentenario– lamentamos informar que la modificación del horario no tendrá lugar. El primer argumento para afirmar esto podría ser que en los cinco años de gestión Esteban Bullrich jamás dio un paso en ese sentido. En segundo lugar, el Ministerio de Educación de la Nación no tiene potestad sobre las escuelas, de manera que una modificación así debería pasar por el Consejo Federal de Educación, pues la sola firma de Bullrich no tiene validez. En tercer lugar, debería modificar las rutinas diarias de millones de personas: si retrasamos el ingreso, ¿no retrasaríamos también la salida? ¿Está dispuesto un docente que llega a su casa a las 23 a llegar a las 24? ¿Cómo afectaría esto el sistema de transporte? ¿Qué dirían los padres y las madres? El sistema educativo es un puntal del orden social en tanto su función más importante, hoy en día, no es la educación sino ser una guardería para la población económicamente inactiva. ¿Aceptarían las familias modificar todo el esquema horario, cómo les afectaría en sus trabajos?

Estas preguntas plantean menos la imposibilidad de encarar estas transformaciones que la nula voluntad política de esta gestión para realizar modificaciones estructurales sobre el sistema. El PRO gestiona las escuelas porteñas desde 2007 y, 9 años después, éstas están destruidas, hiperburocratizadas y en un callejón sin salida pedagógico que no hace más que seguir expulsando matrícula al sector privado –que tiene una estructura mucho más flexible, avalada y subsidiada por el mismo Estado–. Mercedes Miguel y su jefe, Esteban Bullrich, estuvieron a cargo del Ministerio durante casi 6 años, sin una sola transformación progresiva relevante. Sólo se dedicaron a sostener un statu quo que transita su larga agonía, y a evitar los paros docentes, cosa que lograron y que fueron la plataforma para ocupar el Palacio Sarmiento. Entonces, no es que el cambio de horario no sea posible, sino que esta misma gestión jamás en cinco años manifestó voluntad de transformar nada: sólo de tender hacia el colapso de la escuela pública por su propio peso –el de su desfinanciamiento e hiperburocratización–. Mucho menos, podríamos hipotetizar, van a intentar un cambio que implicaría un movimiento gigantesco en las rutinas de decenas de millones de familias argentinas.

Crossfit cerebral

Finalmente, la noticia recoge el testimonio de Tomás Ortiz Alonso, un médico español que aparentemente tiene un método pedagógico infalible que consiste en la repetición constante, para lo cual toma la evidencia empírica de que un oficio se aprende practicándolo, y que uno aprende a hablar a partir del ensayo y del error. Esto podría ser un rescate, con los barnices de la neurociencia, de la enseñanza repetitiva, que funciona significativamente cuando hay una voluntad –guiada por la identificación de una necesidad cognitiva urgente, como aprender a hablar o a trabajar–. Desde las humanidades también hay planteos, como la fábula del maestro ignorante de Rancière, que reinvindican estos saberes más intuitivos y que, por su efectividad hiperdemostrada –todos hemos aprendido a hablar solos– serían la muestra más cabal de que la educación formal está errada y que sólo puede perpetuar la desigualdad social e intelectual y la ignorancia. De todos modos, Ortiz Alonso también apela a los tachos de barniz del neurochamuyo: sabemos hace muchísimo tiempo que leer y analizar también es un hábito que se entrena, lo mismo con el pensamiento abstracto. Y que nadie puede procesar exitosamente un texto si no está habituado, entrenado a la lectura, o resolver una operación aritmética si no ha entrenado sus lógicas. ¿Y cómo se hace esto? Hay una multiplicidad de estrategias posibles para trabajar la lectoescritura y el pensamiento abstracto, que potencian la realización de análisis complejos. Muchas de esas estrategias se desarrollan, con un perfil bajísimo, en la misma escuela pública que estos elencos políticos buscan desfinanciar sin que se les asigne la responsabilidad sobre eso. Otras fallan, presas de estrategias pedagógicas enciclopedistas y obsoletas y de lecturas erróneas del grupo de alumnos. Tal vez, en vez de importar a médicos que hablan de estrategias pedagógicas que ya conocemos de sobra podríamos rescatar el trabajo de todos los docentes anónimos que, contra los vientos y las mareas de un sistema educativo que planta miguelitos en la ruta de la innovación, hacen laburos extraordinarios habilitando voces, sistematizando saberes intuitivos, potenciando habilidades que los alumnos creían inexistentes. Maestras y maestros que generan la voluntad por el conocimiento, tan simple y monumental como eso. Pero estos profesionales de la educación no escriben libros: no tienen tiempo ni dinero y sólo los publican cuando son funcionales a la rosca politiquera coyuntural.

De mentes

Sin que esté planteado explícitamente en la nota de La Nación, vale la pena hacer una mención a uno de los recursos preferidos del neurochamuyo: la compulsión por titular “El cerebro [inserte grupo poblacional]”. Argentino, femenino, pobre, rico. Los tachos de barniz atacan de nuevo. A riesgo de abusar de metáforas de laboratorio, diseccionemos esto.

El punto de partida es separar “cerebro” de “mentalidad”, que es la primer y fundamental falacia del neurochamuyo. Ya hablar de una mentalidad argentina, femenina o pobre presenta unos riesgos altísimos de hacer una generalización salvaje que termine por explicar nada. Una cinta de Moebius lógica: titulazo marketinero atando una mentalidad/cerebro a un grupo poblacional, estereotipar y dejar afuera a quienes no cumplan esos requisitos, la pregunta de por qué algunos grupos se quedan afuera de ese estereotipo, y vuelta a empezar: por su mentalidad/cerebro. Lo cierto es que no hay evidencia empírica que vincule los procesos y estructuras cerebrales a las mentalidades, como bien saben quienes se dedican a la investigación neurolingüística. ¿Qué son las “mentalidades”? Sistemas de valores, cosmovisiones, formas de interpretar lo real. Que sí, desde Karl Marx para acá –y antes de él, multitud de clásicos– sabemos que tienen que ver con nuestros contextos, con nuestras coyunturas. Pensamos el mundo de acuerdo a las circunstancias que nos toca vivir, no de acuerdo a fisiología de nuestro cerebro.

Cuando los promotores del neurochamuyo plantean el problema de la pobreza introducen una variable fisiológica: la malnutrición o la exposición a ambientes contaminados. Efectivamente, un cuerpo mal nutrido o contaminado tiene dificultades físicas que un cuerpo bien nutrido no, y eso afecta los procesos cognitivos. Eso lo sabemos, no hace falta un barniz neurochamuyero que nos lo explique. Lo que es una mentira frontal es vincular estructuras fisiológicas con sistemas de valores, esquemas morales o formas de pensar el mundo: ese paradigma se llama darwinismo social, estuvo en auge desde fines de siglo XIX y fue el puntapié de la genocida conquista del África por parte de Europa y del nazismo.  El argumento es que la población percibida como “inferior” es insalvable porque si organización social está genéticamente determinada, por lo tanto debe ser exterminada o “civilizada”. Y si se resiste a ser civilizada, es porque su genética es tan fuerte que debe ser confinada a la exclusión en una prisión u hospicio. Estamos en la puerta de entrada de las atrocidades más aberrantes que la Humanidad perpetró contra toda persona que no fuera hombre, heterosexual, blanco y saludable. Otra vez. Más aun, cabe preguntarse cómo encajan este tipo de explicaciones de lo social cuando en el mundo hay un avance a paso redoblado de las derechas, muchas de ellas con discursos explícitamente racistas y excluyentes: como muestra basta el triunfo de Trump en Estados Unidos. ¿Tendremos una avalancha de legitimaciones de la exclusión y el exerminio?

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Vincent Valdez, «The City I» (2016)

Los neurochamuyeros también pontifican sobre el cerebro femenino, porque todo grupo poblacional debe tener su chapita identificatoria. Pero esta vez, además de mezclar las mentalidades con el órgano sináptico, se incluyen los genitales. Desde Simone de Beauvoir sabemos que lo femenino se aprende, que son mandatos culturales que asignan roles de género, y que las mujeres que no los respetaron fueron tildadas de putas, frígidas, lesbianas, brujas. Y hoy conocemos movimientos sociales que plantean una agenda de género que empujan hacia la liberación de esos roles. Nuevamente: el neurochamuyo y su barniz. Si las mujeres presentan, en términos generales, una serie de pautas de conducta identificables, eso no tiene que ver con su cerebro, sino con un esquema cultural –el patriarcado– que enseña esas pautas con el peso plomizo de un mandato ancestral. Pero el neurochamuyo presenta esas pautas culturales –artificiales– como una atribución física, cerebral. No: el síndrome premenstrual no incide en los sistemas morales de una mujer que organizan sus opciones políticas. Si mezclar cerebro y mentalidad ya era una falacia peligrosa, meterle a ese cóctel la genitalidad ya es el fondo de olla de este neodarwinismo social.

Las mentalidades están esculpidas por nuestras condiciones materiales de existencia, por las tradiciones a las que tributamos, por las relaciones afectivas que construimos, por los deseos de rupturas que repiquetean en nuestros proyectos de vida. Las personas, dice el dicho, se parecen más a su tiempo que a sus padres. Esto está estudiando desde hace siglos y planteado desde diferentes posturas ideológicas, pero no tienen absolutamente nada que ver con los procesos fisiológicos del cerebro. Asignar una correspondencia directa entre un grupo poblacional y una mentalidad conlleva un serio peligro. Vincular eso al cuerpo lo agrava aun más.

Entre la fe y la ciencia

Nos queda pendiente la pregunta de a qué obedece la insistencia del neurochamuyo, por qué en estos tiempos se ha puesto tan de moda y con tanto rebote mediático. Mejor dicho, la pregunta de por qué este repertorio de planteos falaces y refritos de teorías hiperdemostradas tiene tanto mercado.

Una hipótesis es que se trata de un camino intermedio entre la explicación por la fe, que a esta altura del partido –500 años de antropocentrismo ha dejado algún que otro sedimento– para muchas personas es insuficiente. Por otra parte, la ciencia rigurosa debe ser estudiada y exige una comprensión que, justamente, requiere un entrenamiento de lecturas y tiempo de dedicación. El neurochamuyo pone en una caja negra –el cerebro– la explicación para tantas cosas que nos resultan difíciles de comprender: ¿por qué algunas personas se comportan así, y otras asá? La respuesta se despega del mandato divino –herejes o fieles–, y parece acercarse a la ciencia –el cerebro, los fluidos, las dendritas y los axones– pero para dejar en el terreno de lo insondable y lo misterioso –ningún lego comprende cabalmente cómo funciona un cerebro, ni en qué parte de ese órgano está “la mente”, ni si “el alma” existe– las explicaciones. Es sólo una forma más de pseudociencia: parece explicar pero señala el Misterio, y deja en manos de los sacerdotes la interpretación de esos Misterios.

Misterios en nombre de los cuales la Humanidad ha perpetrado sus más repugnantes crímenes.

Más información: «Crítica de la neuromanía», de Juan Duarte

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6 respuestas a “El neurochamuyo visto desde un aula

  1. Estimadxs: interesantísimos artículos. Comparto plenamente la idea de neurochamuyo. Sin embargo, he de afirmar que la neurociencia es una herramienta más e interesante que viene a agregar (no a ser la única) propuestas que pueden ser más que interesantes. El neurochamuyo responde a tipxs nefastxs que han leído bien poco sobre neurociencias y tomaron algunos postulados que les sirven para sus discursos más que de derecha, fascistas. Quien entiende verdaderamente la neurociencia no la opone a, por ejemplo, el psicoanálisis, sino que le aporta cuestiones que quizás éste no tenía en cuenta. Como en el primer posteo que leí, la psicogénesis no se opone a la conciencia fonológica, sino que se pueden apelar a ambas herramientas en el aula. Se entiende hacia dónde quiero ir? Muy interesante y necesario el debate. Gracias

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