Apología de la ternura

Publicado el 5 de diciembre de 2017 en Revista Anfibia

—Jenny, por favor tratá de calmarte un poco, vinieron tus amigos para festejar tu cumpleaños, viajamos de Laferrere hasta acá, nos queda todo el día para disfrutar. Dale.

Laura le había organizado a Jenny un viajecito al Tigre un fin de semana, a caballo entre una excursión escolar e intento de intervención pedagógica fuera de horario laboral. Pasaron cuatro, cinco segundos, que medidos en miradas es una eternidad.

—¿Sabe lo que pasa, profe? —dijo Jenny—. Hoy es el día de mi muerte.

Y acto seguido pegó tres saltos hacia atrás, como había aprendido, antes de tener otra recaída con el paco, en el Taller de Circo que reman sus profes de la nocturna en La Matanza.  Cayó al agua del Paraná de las Palmas, en el Tigre, y se rió flotando en el río marrón.

—Entré en pánico, Manuel, mirá si pasaba una lancha o algo así— me dijo Laura después de relatarme esa escena.

Son las últimas semanas de clase y estamos exhaustos. Los pibes, los docentes, los auxiliares. Todos exhaustos. Y aun así nos cruzamos con la intensidad de las vidas desgarradas, de los pasos en falso que tantos pibes y pibas van ensayando en la cornisa social. No son gimnastas en la barra de equilibrio: son jirones de vidas que apenas se sostienen entre sí, mirando el abismo a los tumbos. Y nosotros ahí tratando de atajarlos, en diciembre, después de todo el año de pelotear burocracia, neurosis, ministros y presidentes descalificándonos.

Arrancamos el año con una guerra santa mediática en torno a nuestra paritaria, que incluyó amenazas a la familia del enemigo elegido –Roberto Baradel, secretario general de SUTEBA–, la presentación capciosa de los resultados del Operativo Aprender y la frase de Mauricio Macri lamentándose que tantos chicos tuvieran que caer en la escuela pública.

Allí apareció, vía redes sociales, la convocatoria a un voluntariado que reemplazara a los docentes en huelga en la Provincia de Buenos Aires. En el esquema ficcional del call center se planteaba que cualquier persona “de buena voluntad” podía entrar a una escuela a dar clases, a enseñarle algo a las Jennys boyantes. Ante la ambigua respuesta oficial del gobierno –a pesar de su rotunda ilegalidad y su peligro potencial–, ese esquema redunda en una idea muy clara: los docentes somos descartables. Como pañuelos de papel: sólo estamos ahí para sonarles los mocos a los chicos.

Y tal vez haya algo de verdad en el núcleo duro de esa idea.

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