Elogio del aburrimiento escolar

Disco baby disco

Algún tiempo atrás –en pleno auge del Programa Conectar Igualdad– se desarrolló una experiencia en el Colegio Sarmiento destinada al trabajo con TIC, al uso de las netbooks entregadas por el Estado nacional, a la aplicación de nuevos lenguajes multimediales en el sistema educativo, a la producción y circulación de saberes por medio de las plataformas provistas por internet. No es la intención evaluar en esta nota el resultado de ese proyecto –que contó con un fuerte financiamiento externo y fue bastante publicitado–, sino recordar una oportunidad en la que quien estaba a cargo esta iniciativa trajo al colegio, a modo de novedad revolucionaria, un videoclip en el que se explicaba, con la melodía del tema “Bad romance” de Lady Gaga, el proceso de la Revolución Francesa.Presentación1

“Es una clase expositiva pero más rápida y con chirimbolos que distraen” me dijo por lo bajo un compañero, azorado ante lo que veía. Correcto: si un alumno se embola y no entiende una tediosa clase expositiva sobre Revolución Francesa –de por sí, un proceso complejísimo– en la que el profesor no para de hablar, mucho menos entendería el mismo proceso explicado en ¡4 minutos 59 segundos! entre imágenes divertidas y con estribillo popstar. A lo sumo, podría llegar a memorizar la canción, lo cual no difería en nada de la tradicional educación memorística que tantas veces hemos señalado como perniciosa para la construcción del conocimiento en la escuela actual. En síntesis: el posmodernismo dizque rupturista no era más que un cambio de envase de las más tradicionales estrategias pedagógicas, pero con etiquetas marketineras. En el barrio se le llama “humo” a eso.

No obstante, había un punto a tener en cuenta: los lenguajes audiovisuales y fugaces, propios de estos tiempos. Hay un dato empírico ahí, y es que la mayoría de los consumos de información por parte de los alumnos son a través de las redes sociales como Facebook, Instagram, WhatsApp, Twitter, Snapchat y lo que vaya surgiendo. Ellos leen y escriben, todo el tiempo, con esos registros y códigos. Se comunican –y nosotros también– a través de esas plataformas, exitosamente. No hay un respeto por la ortografía ni la gramática tradicional, hay una combinación por momentos caótica de dibujos, fotos, gifs, y emoticones para transmitir sensaciones. Los chicos, y quienes nos hemos habituado a las redes, manejamos con cierta destreza esas vías de comunicación. Que sirven, además, para borrar la frontera entre la opinión y el argumento: hace apenas 50 años el acceso a la circulación de la propia palabra era restringido, y exigía que los escritores prepararan muy bien lo que deseaban comunicar. De entrada, debía encuadrarse a una gramática y una ortografía que los lectores pudieran entender y, de ser posible, con las fundamentaciones y argumentaciones que correspondieran. La “democratización” de la palabra y la imagen con la proliferación de las nuevas formas de producción y distribución de la información borran, también, la difusa barrera entre lo público y lo privado –compartimos comidas, ocios, consumos, sexo–, entre la opinión y la argumentación –en un comentario de Faceook da lo mismo un “maten a la yegua” que un análisis sobre la distribución regresiva del ingreso–, entre la miseria humana y la posición pública. Datos duros.

¿Y qué hacemos en la escuela?

En la escuela hacemos malabares para ver cómo, con pibes y pibas entrenados en determinados tipos de registro lingüístico, se sientan a leer un artículo, un pasaje de un manual, un cuento. Si indagamos cuáles de nuestros alumnos leen textos con registros “clásicos” por fuera de las redes, tendremos la sorpresa de que son más de los que suponemos, e incluso alumnos o alumnas que teníamos etiquetados como “vagos” en realidad consumen más esos formatos que varios de sus compañeros. Por ejemplo, el Diario Olé. Aún con los adefesios gramaticales y ortográficos de un diario sin correctores y con periodistas sin formación, está mucho más cerca de lo clásico que un emoticón. El rol de la escuela, en torno a la lectoescritura, debería ser el de entrenar a los chicos en la comprensión y producción de textos en los registros “clásicos” –que, en definitiva, son los que se utilizan para uniformar la comunicación–, así como el del análisis crítico de los usos que ellos practican más a menudo.

Los chicos, entonces, además de leer en las redes, algunos leen el diario, cuentos o novelas. Lo cual implica tenerle paciencia al texto, pues las ideas o los nudos principales no están en las primeras cinco palabras, sino en la totalidad del contenido. Esa paciencia exige disponerse a la espera y a la pausa, de modo de darle tiempo al escritor o escritora para que desarrolle su idea, su relato. Y eso, en un contexto histórico de fugacidad e instantaneidad de las comunicaciones, donde hay un mandato de entretenimiento como condición sagrada, implica aburrirse.

Hoy la escuela implica poner en pausa la velocidad del mundo posmoderno –el video clip de la Revolución Francesa– y darle tiempo al docente y al autor para plantear sus ideas y sus objetivos de trabajo, y a los alumnos para que entiendan y vayan incorporando, lentamente y en un proceso largo, las herramientas que exigimos de ellos como adultos responsables de su educación formal. La escolaridad obligatoria abarca nada más ni nada menos que 14 años. ¿Por qué apurarnos? ¿Por qué correr detrás de la calificación? ¿Por qué no explicitarle a los alumnos cuáles son los objetivos del trabajo, y el sentido de cada paso  que se da para trabajar en su confianza y no en la acreditación como un fin en sí mismo?

A modo de coda, un dato: las chicas y los chicos a quienes les leyeron cuentos de chiquitos tienen mejor lectocomprensión que los que no. Entrando en camisa de once varas –por los atravesamientos psicológicos del asunto– uno puede arriesgar que escuchar una narración regularmente en un marco de intimidad afectuosa ayuda a los chicos a habituarse mejor a los lenguajes que requieran esa pausa, esa paciencia, ese aburrimiento. ¿O los adultos no les cuentan a los chicos cuentos para que estos se aburran y se duerman? ¿Acaso no aprendieron al tiempo que se estaban aburriendo, pero en un entorno cargado de amor?

Los discursos educativo-punitivistas tienen en la “cultura del esfuerzo” una de sus muletillas preferidas, señalando con su dedo cargado de mugre que los docentes hemos abandonado ciertas estrategias para dar lugar al facilismo y para aprobar en masa a todo el mundo. Lo cierto es que quienes queremos una escuela pública inclusiva y de calidad no queremos regalarles esas muletillas a los adultos iletrados que eructan sus posiciones excluyentes por televisión. La “cultura del esfuerzo” debe ser reformulada, enarbolando la bandera de la paciencia, la explicación, el llevar de la mano las mentes de los millones de pibes y pibas cuyas familias, por los motivos que fueren, confían en la escuela pública. ¿Cómo? Habilitando el aburrimiento como una certeza inevitable, pero atravesando ese aburrimiento de afecto, respeto y compromiso por los tiempos del alumno, sabiendo que dominan otros registros que no son útiles a la hora de comunicarse con desconocidos –el Estado, el trabajo–, y buscando habituarlos en esas herramientas. Desde ya, sin llegar al tedio, a la tortura de la clase expositiva o del dictado como única y paupérrima estrategia didáctica, pero sí dejando en claro, y acordando con los alumnos que aburrirse es parte de esforzarse para aprender,  es parte de la escuela, es parte de un proceso de 14 años.


7 respuestas a “Elogio del aburrimiento escolar

  1. Hay una frase de becket que dice algo así como «en la sociedad caótica en la que vivimos, lo único que puede shockearnos es el aburrimiento».

    Ahora que capte su atención, tengo dos observaciones a la nota. La primera es que acepta una dicotomía errónea: aburrimiento/trabajo/conocimiento vs entretenimiento/espectáculo/consumo. Lo cierto es que un estudiante que se aburre no aprende. Porque la realidad, es que un estudiante que aprende, no se aburre. Tomemo un ejemplo con adultos. Uno tiende a decir: qué bueno cuando en mi empleo no tengo tareas, me rasco. Pero hay muchos trabajos (seguro a muchos les pasó) que uno termina pidiendo por favor tener trabajo (valga la redundancia), porque sin hacer nada te cagás de embole. Tampoco estas pidiendo que en el laburo te entretengan con un payaso. O sea, haciendo cosas, no te aburrís. No hace falta entretenimiento sino generar compromiso
    El problema es que si no esta aprendiendo algo sino recibiendo pasivamente contenidos que no entiende o no le interesan, o en particular, no están bien dados eso aburre (y muchas veces por hacer «fácil y entretenido» se dan malas clases). A veces la «exigencia» hace mas «entretenidas» las clases.

    Lo segundo es que me parece malísima la idea de que los textos largos uno aprende a entenderlos porque «se aburre» al principio. Yo soy muy lector desde muy chico y siempre que me aburrió un texto lo dejé. El tema es la progresividad. Si de muy chico leés cosas más simples, te es más fácil dejarte cautivar por la lectura, por eso podés después cautivarte desde una primer página. Si estas «entrenado» en la lectura, lo que pasa es que leés mas rápido, entrás en universo mas rápido, etc. No se trata de que «te bancás el aburrimiento». Igual la nota lo aclara, que la progresividad es importante (ahí el problema es la falta de planificación común del aprendizaje de habilidades y aptitudes, que se limita porque los profesores solo se fijan en el cumplimiento obligatorio de contenidos separados y estancados)

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  2. Siempre que se debate el aburrimiento recuerdo un capítulo de un texto de Bertrnad Russell llamado La conquista de la felicidad, que es una delicia. Les convido unos pasajes: «El aburrimiento como factor de la conducta humana ha recibido, en mi opinión, mucha menos atención de la que merece. Estoy convencido de que ha sido una de las grandes fuerzas motrices durante toda la época histórica, y en la actualidad lo es más que nunca. (..) Todos los grandes libros contienen partes aburridas, y todas las grandes vidas han incluido períodos sin ningún interés. Imaginemos a un moderno editor estadounidense al que le presentan el Antiguo Testamento como si fuera un manuscrito nuevo, que ve por primera vez. No es difícil imaginar cuáles serían sus comentarios, por ejemplo, acerca de las genealogías. «Señor mío», diría, «a este capítulo le falta garra. No esperará usted que los lectores se interesen por una simple lista de nombres propios de personas de las que no se nos cuenta casi nada. Reconozco que el comienzo de la historia tiene mucho estilo, y al principio me impresionó favorablemente, pero se empeña usted demasiado en contarlo todo. Realce los momentos importantes, quite lo superfluo y
    vuelva a traerme el manuscrito cuando lo haya reducido a una extensión razonable». Eso diría el editor moderno,
    sabiendo que el lector moderno teme aburrirse. Lo mismo diría de los clásicos confucianos, del Corán, de El Capital de Marx y de todos los demás libros consagrados que han vendido millones de ejemplares. Y esto no se aplica únicamente a los libros consagrados. Todas las mejoresnovelas contienen pasajes aburridos. Una novela que eche chispas desde la primera página a la última seguramente no será muy buena novela. Tampoco las vidas de los grandes hombres han sido apasionantes, excepto en unos cuantos grandes momentos. Sócrates disfrutaba de un banquete de vez en cuando y seguro que se lo pasó muy bien con sus conversaciones mientras la cicuta le hacía efecto, pero la mayor parte de su vida vivió tranquilamente con Xantipa, dando un paseíto por la tarde y tal vez encontrándose con algunos amigos por el camino. Se dice que Kant nunca se alejó más de quince kilómetros de Königsberg en toda su vida. Darwin, después de dar la vuelta al mundo, se pasó el resto de su vida en su casa. Marx, después de incitar a unas cuantas revoluciones, decidió pasar el resto de sus días en el Museo Británico. En general, se comprobará que la vida tranquila es una característica de los grandes hombres, y que
    sus placeres no fueron del tipo que parecería excitante a ojos ajenos. Ningún gran logro es posible sin trabajo persistente, tan absorbente y difícil que queda poca energía para las formas de diversión más fatigosas, exceptuando las que sirven para recuperar la energía física durante los días de fiesta, cuyo mejor ejemplo podría ser el alpinismo.
    La capacidad de soportar una vida más o menos monótona debería adquirirse en la infancia. Los padres modernos tienen mucha culpa en este aspecto; proporcionan a sus hijos demasiadas diversiones pasivas, como espectáculos y golosinas, y no se dan cuenta de la importancia que tiene para un niño que un día sea igual a otro, exceptuando, por supuesto, las ocasiones algo especiales. En general, los placeres de la infancia deberían ser los que el niño extrajera de su entorno aplicando un poco de esfuerzo e inventiva. Los placeres excitantes y que al mismo tiempo no supongan ningún esfuerzo físico, corno por ejemplo el teatro, deberían darse muy de tarde en tarde. La excitación es como una droga, que cada vez se necesita en mayor cantidad, y la pasividad física que acompaña a la excitación es contraria al instinto. Un niño, como una planta joven, se desarrolla mejor cuando se le deja crecer sin perturbaciones en la misma tierra. El exceso de viajes, la excesiva variedad de impresiones, no son buenos para los jóvenes, y son la causa de que, a medida que crecen, se vuelvan incapaces de
    soportar la monotonía fructífera. No pretendo decir que la monotonía tenga méritos por sí misma; solo digo que ciertas cosas buenas no son posibles excepto cuando hay cierto grado de monotonía (…)».

    Texto escrito en 1930!!!

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  3. Marx no incitó ninguna revolución en vida, Darwin se la pasó en polémica con los cristianos que lo consideraban hereje, y así. Ninguno de estos «grandes hombres» se cayó y se conformó, y nada de ello fue «Inactividad».

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    1. El texto es polémico por lo que señalás y también por los presupuestos fisiológicos-conductuales que posee. Sin embargo, creo que encierra una potencia y cierta intuición muy pertinente para problematizar los discursos pedagógicos dominantes que hacen de la infancia un cliché.

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  4. A mí la televisión me aburre y el estudio me divierte. Pero «La escuela» no es el estudio, el estudio es el fomento del interés y de la participación… repetición no es estudio; estudio es paralelo de examinación, cuestionamiento… la repetición del dogma primario-secundario es tan lavado de cerebro como la televisión, y los que lo atraviesan salen con la misma falta de preparación y cabeza aplastada por normativa vacía y contenidos ausentes. Quien está aburrido no puede estar aprendiendo nada, ha perdido el interés y la chispa y es un ausente sentado ahí mirando pasar las horas. Su cuerpo está y su mente no.

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