Fideos y jabón blanco

Hace unas semanas me preguntaba -me sigo preguntando- qué rol juega la escuela en la trama de discursos de odio, desafección democrática de las élites (en palabras de María Esperanza Casullo), inteligencia artificial y las formas y circuitos de la cultura contemporánea. Atravesada por la pandemia y diferentes e intermitentes modalidades de cuarentena, la escuela tuvo que vérselas frente a la ausencia de uno de sus elementos centrales: el agrupamiento físico de personas, enmarcado en una serie de normas específicas que ordenan determinada forma de abordaje de la cultura socialmente validada.

La interrupción súbita de nuestras rutinas cotidianas nos ha llevado a meses de autorreflexión (o escape), en todos los órdenes. La escuela, para nosotres les docentes, cae también en el microscopio: si algo positivo ha permitido esta tragedia global es la posibilidad de mirar con extrañamiento, con distancia, nuestras rutinas cotidianas escolares (esto lo hemos conversado en un encuentro hermoso con las compañeras Gabriela Arrieta y Sol Guerrero, del Instituto de Formación Docente Continua de El Bolsón, provincia de Río Negro).

Desde un punto de vista “romántico”, digamos, podría decirse que este extrañamiento nos lleva a preguntarnos sobre la esencia de la escuela. ¿Qué hace de una escuela, escuela? ¿Qué elementos la constituyen? ¿Existen tales elementos esenciales, o la heterogeneidad de configuraciones puede adquirir tal volumen que es imposible circunscribir “la escuela” al número singular? ¿Qué es la escuela, además de una máquina del saber? ¿Es algo más, es algo más porque lo buscó, o porque se hizo cargo de aspectos que, con la crisis del Estado de Bienestar, quedaron librados a la mano invisible, como un jarrón hecho añicos que tratamos de pegar con engrudo, ternura y salarios que nunca traducen la monumentalidad de nuestro trabajo?

Uno de los reclamos que más circulan hoy en día es el de “abran las escuelas”, dándolas por cerradas. La operación es, entonces: sin presencialidad cotidiana la escuela no existe. Pero además, la operación consiste en dar la escuela por cerrada -literalmente- sin interrupciones desde que arrancó la cuarentena, en todo el país. Como un edificio clausurado, abandonado, desde hace meses. Y si el edificio está clausurado, abandonado, no hay proceso educativo: hay sólo adiós. En ese cúmulo de percepciones, aparentemente, se asienta ese reclamo.

Reclamo que por supuesto es atendible: la pandemia, y la cuarentena, representan desafíos para todo el mundo. A más carencias -materiales, simbólicas, afectivas-, desafíos más brutales. Los docentes lo sabemos muy bien: nos llegan cotidianamente noticias de internaciones, de contagios de COVID de alumnos, sospechamos aberrantes vulneraciones de los derechos de nuestros alumnos en sus hogares, que suenan en sus silencios virtuales, en sus cámaras apagadas si logran entrar al Meet. Hay niños, niñas, adolescentes, familias, docentes, especialistas, funcionarios, dirigentes políticos genuinamente preocupades por el tema. Otres no: simplemente están atacando un problema para especular políticamente con un deterioro de quienes gestionan. No entraré ahí, hoy.

Vuelvo sobre la operación de “Abran…” En las escuelas de todo el país, regularmente se realizan repartos de bolsones de comida. En CABA la frecuencia es quincenal. Y vuelvo sobre una sensación completamente personal e intransferible: estar ahí, dándole víveres esenciales a mis alumnes y a sus familias, y en el mientras tanto conversar, ponernos al día de cómo vienen con las tareas, si están pudiendo conectarse por internet o necesitan cuadernillos, si tienen dudas específicas que podamos anotar y encauzar al docente correspondiente. Si están laburando o están parados. Ese diálogo breve -a veces no tanto-, esas sonrisas y voces detrás de los barbijos, la alegría indestructible de niños, niñas y adolescentes que entran a su escuela, me ha devuelto varias veces a la realidad: nada ordena más la subjetividad de un militante como el territorio. Pero de nuevo, esto es una percepción personal.

Trato de despersonalizar el problema y me pregunto: ¿No son esas instancias, también, instancias de revinculación? ¿Una de las esencias de la escuela, si tal cosa existe, no es el vínculo alumno-institución, alumno-docentes? ¿No se repone, por un momento, en ese pasar bolsas con fideos y jabón blanco, una institucionalidad, una legitimidad de la escuela? ¿No es ese reparto de bolsones, acaso, la manifestación más pura de la pesadísima función social, comunitaria de la escuela?

Hay quienes no quieren ver una función escolar en el reparto de bolsones que se da en esta pandemia. O porque no es tarea natural de la escuela -es cierto: no lo es- o, con mucha más mala intención, denuncian clientelismo -no es una agrupación política la que provee los bolsones, sino el Estado, y esto aplica para los más variados signos políticos que gobiernan-. Pero aunque no es una función escolar, el rol de contención comunitaria es parte cotidiana de la escuela, en Argentina, al menos desde la década de 1990. Ni hablar del antes, durante y después de la crisis de 2001. A partir de allí la escuela se fue adaptando a una serie de problemas completamente alejados del currículum oficial, vinculados con violencias, consumos problemáticos, embarazos adolescentes, trabajos por fuera de la ley, conflictos con la justicia, de nuestros alumnos. Lamentablemente se fue adaptando: pero la escuela -por supuesto, con matices aquí y allá- fue recogiendo las hilachas del tejido social desgarrado por el retiro del Estado. Nunca pudo volver a rearmarse sólidamente ese tejido, o la escuela también se acostumbró y lo tomó como parte de sus funciones. O todo al mismo tiempo.

Ernesto de la Cárcova, Sin pan y sin trabajo (1894)

También circula el discurso de que los docentes, al repartir bolsones, estamos haciendo “lo que el Estado no hace”. Yo no coincido con esa afirmación: la escuela ES el Estado. Nosotros, sus agentes. Cuando repartimos bolsones estamos siendo lo que técnicamente se llama efectores del Estado. Somos sus tentáculos llegando a la mesa familiar de nuestra comunidad (es cierto que juntamos plata para reforzar las magras viandas oficiales, y en ese caso habría que pensar cómo sucede esa tensión entre ser un agente estatal al mismo tiempo que se hace caridad).

Concretamente: me pregunto -la pandemia no hizo más que desfigurarme la cara a cachetazos de preguntas sobre la escuela- si esa apertura -literal- de las escuelas no matiza, de alguna manera, la falta de presencialidad cotidiana. Es cierto que en esos momentos de didáctica hay poco y nada, pero sí hay pedagogía: reconocer no sólo a nuestros alumnos, sino a sus familias, como sujetos de derechos. No del derecho a la educación, sino del derecho a la alimentación y a la higiene. ¿Responsabilidad de la escuela? No. ¿Responsabilidad del Estado? Sí. ¿La escuela es el Estado? Sí. ¿Es la única institución estatal que puede cubrir eso, por su distribución geográfico-territorial, por la cantidad de recursos humanos afectados? Y… pareciera. ¿Esto quiere decir, acaso, que los docentes y las escuelas pueden ensayar, con la autorización más o menos explícita de los ministerios, bocetos posibles de esquemas de regreso a la presencialidad escolar? Dejo esta pregunta abierta, a propósito. Con una pista: en el territorio siempre estamos adelantados a las cúpulas de decisión.

¿Reemplaza esto la función natural de la escuela de ser difusora de cultura, de instruir, de abrir horizontes culturales, de añadir valor a los recursos humanos del futuro? No, claro que no. En el sentido más capitalista posible, repartir bolsones no entrena a los trabajadores del futuro, pero permite algo más importante: su supervivencia biológica. En la escuela lo ideal es trabajar el currículum, hacerlo circular, armar secuencias didácticas que permitan a nuestros alumnos un horizonte más calificado. Pero, mientras eso circula por otros carriles -no es objeto de este post abordar la enseñanza en la virtualidad-, la escuela también pone un plato de comida allí donde se necesita.

No es suficiente, ni mucho menos. Pero no es poco, tal vez.


3 respuestas a “Fideos y jabón blanco

  1. La Escuela Pública hoy se transforma en Escuela de Humanidad. De nada sirven los conocimientos que proponen las currículas sino estan impregnados de sensibilidad social. Hoy la Pedagogía es la del COMPROMISO Social. Y como dice
    Kliksberg, no hay desarrollo posible sin Ética.

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  2. Coincido plenamente.
    Hoy, en el programa radial que tengo en el instituto de formación docente continua, pudimos abordar este tema con un docente. Todo lo dicho por él en la entrevista aclara esta cuestión de desvinculación por pandemia, y deja en claro las desigualdades existentes (potenciadas por aumento de la pobreza), y la brecha que existe entre quienes están en el terreno, con respecto a los ministros de educación. Que, parece, no poseen sensibilidad ni altruismo.

    Dejo aquí el link del programa para quien lo quiera escuchar:
    https://drive.google.com/file/d/1EAhnTosOyXzKFJkf_dzB70GY_IeVqmcB/view?usp=drivesdk

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