Alguna vez realicé una intervención pedagógica, como tutor, de unx alumnx atravesadx por múltiples variables del deterioro social. En síntesis, era prácticamente imposible sostener su escolaridad en una adolescencia vivida entre desbordes, en los márgenes, y rebotando entre calabozos, transas manipuladores y el dolor profundo de una familia destruida que alguna vez lx supo contener.
Los docentes tenemos un terreno profesional, el que nos indica que tenemos que enseñar contenidos de acuerdo a determinados criterios pedagógicos y estrategias didácticas. Pero, en una escuela pública que está presa –¿cómo no estarlo?– de los desastres sociales y vinculares que traen nuestrxs alumnxs en su mochila –como un capital vital hecho jirones–, la tarea exclusivamente docente queda en un segundo plano muchísimas veces. Ahí aparece un segundo círculo concéntrico, el de los protocolos de actuación y los contactos con agencias externas a la escuela que deberían atajar esos desastres. Pero cuando también fallan –porque no están, porque son pocos, porque trabajan a contramano–, el tercer círculo es el de nuestra intuición. Es entonces cuando nos movemos entre los blancos y los silencios de nuestros marcos teóricos, normativos, pedagógicos y didácticos, y volvemos a reinventar nuestra profesión. Reinvenciones que, naturalmente, quienes muchas veces gobiernan políticamente el sistema educativo no saben que existen. Y que son nada más ni nada menos que la famosa “innovación educativa”. Y que tiene menos de innovación que de sentido común.
Pues bien, un día, casi sin ideas de por dónde más intervenir, lx fui a buscar a la placita, donde todos los docentes de la escuela sabemos que se juntan lxs pibes, a ranchar, a fumar, a escuchar hip hop en un parlante bluetooth saturado, a sacarse selfies para subir a Instagram. Y ahí estaba él/ella, efectivamente, recitando versos traperos –o hip hoperos: no lo sé, estoy viejo–, al sol, detrás de un arbusto. Ahí estaba yo, en esa área grisísima entre la profesionalidad y la intuición. Le dije que necesitaba dejar un par de cosas en claro para seguir la intervención, y le pagué una Sprite en un bar de la esquina.
–Me molestó un poco que me sacara de ahí, profe, yo estaba con mis amigos. –arrancó.
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Jonathan Crary, en su libro “24/7: el capitalismo tardío y el fin del sueño”, describe un poco algunas características de esta etapa de la posmodernidad, en que las mediatizaciones afectan cada acto o gesto singular y humano de nuestras vidas. Mediatizaciones que tienen en los dispositivos –celulares, tablets– y en sus aplicaciones el canal de transmisión esencial para poder desarrollarse. Debemos estar en las redes para existir, para estar informados, para recordar a nuestros muertos, para mostrar a nuestro gato o cómo crecen nuestrxs hijxs. Debemos compartir la música que escuchamos, nuestra sesuda reflexión sobre la última noticia, una foto de nuestra cena recién hecha. O todo eso nunca existió. Pero al hacerlo, estamos engordando las multimillonarias ganancias de 4 empresas transnacionales –Google, Amazon, Facebook, Apple–, que se dedican precisamente a explotar nuestro narcicismo para venderlo en forma de paquetes de perfiles de consumidores. Y nosotros, felices: jugamos a ser viejitos con una aplicación rusa. Vivir la vida en las redes –filmar un recital al que asistimos para luego compartirlo, ¿en vez de? disfrutarlo–, o el anonimato absoluto. El infierno de esta época es que nadie se entere de que existimos.
¿Y en la escuela qué pasa? “Los chicos están todo el tiempo con el celular”. “El otro día en mi clase Soraya se sacaba selfies. Es una falta de respeto”. Lxs adolescentes parecen colonizadxs por los celulares, a pura selfie y app, a puro Fortnite, Spotify y YouTubers.
Jonathan Crary diría que se se va agotando, para lxs adolescentes, el stock de la experiencia humana: de leer un libro en soledad, de tener charlas profundas mate de por medio, de dedicarle tiempo a hacer un viaje a la costa con una tía amorosa y disfrutarlo. Parecen, a nuestros ojos adultos, seres en crecimiento defectuoso, no como nosotros, que vivíamos la vida tratando de encontrarle la vuelta al aburrimiento –leyendo las revistas viejas de nuestra abuela, por ejemplo–, sin ir corriendo al celular. No son como nosotros. Nosotros, los adultos, no hemos perdido esa “experiencia humana” –aunque transitamos el mercado sexoafectivo por Tinder–, somos seres del siglo XX, ah, tantos recuerdos.
Sin embargo, lxs alumnxs charlan en el recreo, se pasean por los pasillos de la escuela, se besan, prenden sus parlantes bluetooth, uno agarra una guitarra y ensaya algunas notas.
Sin embargo, cuando se van, ranchan. En la plaza. Fumando, escuchando trap –o hip hop–, sacándose selfies abrazadxs.
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Lxs adolescentes suelen ser el blanco de los discursos más violentos de la sociedad, en general, hacia cualquier grupo etario. “Son peligrosos”, “se drogan”, “andan borrachos”, “entran en excesos”, “son promiscuos”, “no se cuidan”, “son inestables”, “son víctimas automáticas de la maldad de un sistema consumista”. “Son fácilmente influenciables”, “no les interesa nada”, “son unos irrespetuosos”, “escuchan esa música horrible”.
La sociedad se siente muy cómoda etiquetando a lxs adolescentes, tan difíciles de etiquetar. Ninguna etiqueta hacia ellxs, por cierto, suele ser buena. El propio nombre de esa etapa de la vida dice mucho: adolescer es estar en camino hacia la adultez. No son niñxs, pero tampoco adultos: son demasiado chicxs para algunas cosas y demasiado grandes para otras. Son una transición. Una transición de granos, fluidos, caprichos y desafío a los adultos.
Y ranchan. Y en esos grupos de 6, 7, 10 adolescentes echados al sol en una plaza, tal vez fumando un porro, los adultos vemos decadencia, tenemos frente a nuestros ojos la prueba cabal del deterioro cultural y moral de la Nación. Como si no hubiéramos sido adolescentes, como si no nos hubiéramos echado al sol a cantar o escuchar música o tomar una cerveza o una Coca. Como si no hubiéramos detectado las caras de espanto en algunxs viejxs de mierda que nos miraban con asco. Como si hubiéramos nacido adultos y maduros.
Pues bien, en esa “ranchada” hay una experiencia humana maravillosa. Vaya a saber qué charlan, qué decodifican de la música que escuchan, cómo los interpelan esas letras, la anécdota, la pelea que pasó ayer, ese profe que siempre quiere hablar de política. Como también el recreo. ¿Y si la insistencia al celular durante el horario de clase es, en realidad, un intento de extender la experiencia humana reciente, con su amigx del otro curso? ¿Y si se truncó una conversación clave, intensa, dramática, que es absolutamente necesario continuar?
¿Y si lxs adolescentes usan los dispositivos de manera mucho más parecida a nosotros mismos, que en realidad les cargamos las tintas de una acriticidad de la que nosotros también adolecemos?
Esos discursos pregnan nuestro trabajo docente, todo el tiempo. La subestimación de nuestrxs alumnxs y de sus deseos, la invisibilización de sus propios espacios de experiencia humana que, efectivamente, están puestos en cuestión –como los nuestros propios, desde ya–, condicionan la mirada que tenemos hacia ellxs. O paternalisticamente compasiva, o brutalmente autoritaria. Es muy difícil, ya han escrito muchos, ser adulto a cargo de menores en estas épocas (yo escribí algo acá).
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Le había molestado que lo apartara de sus amigxs: hay una lógica indestructible, un reclamo sagrado en esa queja. Lx saqué, seguramente, de un momento de paz.
Me propuse, como docente, a partir de entonces incentivar a mis alumnxs a que se echen al sol en las plazas a escuchar música. A que charlen con sus amigxs, como han hecho hasta ahora, pero tal vez a que aprendan a valorar y siempre darle lugar a esos espacios, a esa “pérdida de tiempo de nuestros jóvenes”.
El mundo que se les viene encima es un mundo donde estamos trabajando y consumiendo las 24 horas, donde el ocio pleno no existe –mirar una serie en Netflix, o siquiera navegar la aplicación, es un acto de consumo que pagamos no sólo con el abono mensual sino con datos sobre nuestra conducta–. Así que trataré, en el futuro, de hacerles saber la importancia de conservar esa experiencia humana –de la que el aula es un espacio privilegiado, como analizaré tal vez en otro post–, de valorizar ese encuentro, esa pausa.
Tirarse a ranchar en la placita es sagrado. Deben cuidar ese momento, no hacernos caso a lxs viejxs de mierda, y escucharse las risas en vivo, secarse las lágrimas, convidarse una seca. Y escuchar trap –o hip hop– en un parlantito que satura.

Me impactó tanta lucidez. Gracias por escribir y compartir
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