El debate educativo como espectáculo de masas

En estos días asistimos al consabido debate de todos los febreros y marzos: la amenaza del paro docente, el guión prefabricado de insultos y agresiones, y algunas nuevas estrategias de parte del gobierno para intentar desgastar la lucha gremial (como los trolls voluntarios y el «premio al carnero«). Por única vez en el año, los medios masivos de comunicación –los clásicos: la TV y la radio, en su ocaso pero aún con gran poder de fuego– ocupan minutos de aire de su agenda para tratar el tema de la huelga. La dinámica es la siguiente:

  • Una mayoría de panelistas sin formación específica que aportan la visión del sentido común: superficial, urgente y directa, y corren el arco constantemente mezclando la emergencia del paro con presuntas cuestiones estructurales o de mediano plazo del problema educativo.
  • Algunos especialistas en educación que tratan de complejizar cada escurridizo exabrupto que se plantea, en medio de un debate que funciona como un caos de tópicos sólo moderado por el conductor del programa –que en rigor no ordena los temas, sino que sólo da o quita la palabra–.
  • Unos pocos casos testigo de docentes en actividad o jubilados que son invitados y que quedan sujetos al debate político que subyace en el programa: si son docentes críticos de las políticas educativas del macrismo, se los imputa de ideologizados, militantes y sindicalistas para restarles legitimidad; si por el contrario se deshacen en elogios hacia Vidal y Macri y denostan a las dirigencias sindicales pasan como “docentes apolíticos” que aparecen como un supuesto ejemplo a seguir, dándoles tiempo y aire para desarrollar sus ideas con una impronta partidaria evidente.

La organización de los tiempos, naturalmente, les da un mucho mayor espacio a los panelistas –algunos de ellos periodistas de otros rubros, otros simplemente opinadores de cierta fama– que a los especialistas y docentes. Los tópicos giran en torno a una serie de cuestiones: formación docente, colisión del derecho a huelga con el derecho a la educación, la vieja y prestigiosa escuela pública (con sacralización de los contenidos, demonización de la pedagogía y denuncia de un supuesto “facilismo” actual incluidas), la privatización de la matrícula por causa de los paros docentes, una “falsa” inclusión educativa que “aprueba a todo el mundo”, y la idea predominante de que los docentes y los alumnos son “tábulas rasas”. Desmenucemos estos sentidos comunes.

  • “Hay un serio problema de formación docente”. Esta frase le imputa a los docentes las razones de la crisis educativa, en razón de una formación inicial –o sea, la cursada de su profesorado– deficiente. La formación docente tiene una serie de problemas que se arrastran desde hace tiempo, pero a su vez se han dado pasos sólidos, desde que se eliminó la titulación de Maestras Normales Nacionales al finalizar la escuela secundaria, en 1969. Un excelente artículo de Débora Kozak aborda y complejiza este tema. Pero, al igual que con los alumnos, parece existir la percepción en el sentido común de que los futuros docentes, al ingresar a la carrera, son una suerte de vacío que el profesorado llena exitosamente de los contenidos y las estrategias planteadas en la currícula. Las educación formal –obligatoria y no obligatoria– es efectivamente una agencia de formación y socialización, pero hoy en día relegada a un segundo plano en función de la caótica variedad de información que circula a un clic de distancia (y, naturalmente, al sistema de valores familiar). Es excepcional (o imposible) que un egresado de cualquier institución cuente única y acríticamente con las herramientas que esa institución le dio para desenvolverse en su área de incumbencia. Vale decir: ningún egresado del profesorado tiene deficiencias sólo porque el profesorado las tenga –y sin dudas puede tenerlas–, sino porque no ha sabido o podido conectarse con otras formas de acceder al conocimiento.
  • “Tienen de rehenes a los chicos” y “Sólo discuten salarios” son frases que grafican el conflicto que se produce entre el derecho a huelga –consagrado en el artículo 14 bis de la Constitución Nacional– y el derecho a la educación de los alumnos que están sin clases en función del paro docente, pero también una acusación de que los docentes sólo debatimos nuestro sueldo, haciendo la plancha intelectual el resto del tiempo. Hemos abordado la falacia de la primer frase en esta nota. No obstante, lo que vale rescatar es lo siguiente: está claro que una huelga de maestros genera un trastorno social, inicialmente, a los trabajadores que no tienen dónde dejar a sus hijos y deben articular una lógistica para salvar ese problema. El conflicto entre nuestro derecho a huelga y el derecho a la educación existe, pero el problema es que los docentes somos apenas agentes estatales que estamos en la trinchera. Quienes deben garantizar las condiciones para que nuestro desempeño en la trinchera sea eficiente y efectivo son quienes dirigen el sistema: los políticos a cargo. Planteemos la siguiente analogía: si una división de artillería, en la Primera Guerra Mundial, era enviada al frente de batalla mal alimentada y sin armas, lo más probable es que se perdiera la batalla. ¿Y quién era responsable de las armas y la alimentación? La propia dirección de la institución estatal del ejército. En el sistema educativo funciona de manera muy similar: el que tiene que proveer las condiciones para que el derecho a la educación se garantice es el Estado, entre otras cosas pagando salarios que no sean de hambre. Pero también manteniendo los edificios, poniendo pizarrones, pintando las escuelas, poniendo ventiladores para el verano y calefacción para el invierno, brindando material didáctico que compramos los docentes con nuestro bolsillo. Respecto de la segunda frase, los docentes tenemos que articular la forma de comunicar los debates que sí están teniendo lugar –en los gremios, en las escuelas, en espacios informales como este mismo, en las universidades–, todos los días, y que no llegan a la escena mediática porque no dan rating. Los docentes –no todos, es cierto– permanentemente debatimos y producimos nuevas formas de encarar los problemas del aula, pero lo hacemos en nuestro tiempo libre porque no hay ninguna estructura que tome esas innovaciones para darles más carnadura, profundidad e institucionalidad.
  • “Cuando yo iba a la escuela pública todos sabíamos leer y escribir, y el hijo del portero compartía banco con la hija del terrateniente, hoy aprueba todo el mundo”. Varias veces hemos abordado el tema de la nostalgia, atravesado por una presunta meritocracia, (en esta nota, en esta otra, acá también y acá) como parte del sentido común circulante, y la angustia que genera que las condiciones hayan cambiado (si es que, efectivamente, cambiaron tanto). El mayor problema de la nostalgia educativa es que no parte de un análisis sobre la historia de la educación sino de la propia memoria como alumno, sesgada por nuestra ideología, nuestra experiencia como adulto y las expectativas que tenemos hoy sobre la educación. No hay debate posible con esos marcos; pero sí debería haber (y de hecho hay, pero no transmitido por TV) un debate sobre cuáles variables fueron afectando y modificando el sistema educativo y las percepciones que se han ido tejiendo en torno a él. Y eso lo hacen los historiadores de la educación, no un adulto que recuerda su paso por la escuela. En la emisión del 16 de marzo del programa “Intratables” –nunca mejor puesto el título: sus panelistas son realmente imposibles de tratar–, el investigador Pablo Pineau intentó aportar que desde los orígenes mismos del sistema educativo se lanzaban acusaciones de decadencia, se declaraban crisis catastróficas y finales y se invocaban nostalgias de un pasado mejor. Esto, sin embargo, fue traducido en la propia dinámica del programa como que Pineau negaba los problemas actuales o, como mínimo, los naturalizaba, cuando en rigor lo que intentaba hacer era poner en contexto y en cuestión algunos de esos sentidos comunes. Pero la observación sutil se perdió en el mar de exabruptos, griterío de sala de jardín y competencias por colocar el mejor zócalo de video graph. En otra emisión, la investigadora Guillermina Tiramonti intentó desmontar la recurrente nostalgia de Fernando Iglesias –autodeclarado “experto en globalización”, pero especialista en antiperonismo para principiantes no alfabetizados– al demostrarle que él, en todo caso, había podido transitar “exitosamente” (los marcos de Iglesias relativizan bastante ese éxito) la escolaridad, pero él no recuerda qué pasó con lo que no, o con los que ni siquiera pudieron acceder a esa escuela por tener que trabajar o ser madres tempranas. Por otra parte, se esboza en esta nostalgia una supuesta denuncia a un “facilismo” que aparentemente predomina la escuela actual. Es posible que esa acusación hable más de la nostalgia que de la realidad misma: en este caso, la nostalgia por las formas en que uno fue evaluado, en una época sin internet, sin sacralización de los consumos, sin códigos culturales globales tan extendidos. Naturalmente, las transformaciones que ha sufrido la humanidad en los últimos 30 años en relación al conocimiento y a la expansión del derecho a la educación le suponen al sistema educativo dos desafíos que no son fáciles de abordar veloz y eficazmente (por ejemplo, en la forma en que se imparten y evalúan los contenidos, nada menos). Por el contrario, implican una serie de largos procesos de diagnóstico y desarrollo de estrategias que incluyan tantos cambios y le den al sistema la eficiencia necesaria en estos tiempos. En el medio se pueden dar situaciones cotidianas en las que un alumno no debería alcanzar los objetivos de aprobación “a la vieja usanza” pero sí de acuerdo a nuevas formas de pensar la acreditación que le den una especial importancia, por ejemplo, al esfuerzo realizado y a la progresión de los aprendizajes aunque no se haya alcanzado un presunto piso mínimo puesto hace 50 años. Esto no significa “aprobar a todo el mundo”, sino evaluar caso por caso de forma menos industrial y más artesanal. Las presiones que aducen haber recibido algunos docentes por “aprobar” a quien no lo merecía pueden deberse: o a una mala interpretación de la norma por parte de los mandos medios educativos –supervisores, conducciones– o una mala interpretación de una sugerencia de ser más riguroso en los criterios de evaluación por parte de los docentes. Concretamente, no hay ninguna norma escrita donde aparezca este mandato: y si no hay norma escrita, hablamos de subjetividades. Y las subjetividades son la forma en que nos relacionamos en la escuela. Cuanto más claras y tendientes a la imparcialidad, mejor. Resumiendo: la nostalgia educativa –que no es sólo patrimonio de quienes no se dedican a la docencia, sino que muchos compañeros comparten– es uno de los más fuertes discursos que tiñen el debate educativo, retardándolo y obstaculizando los diagnósticos sobre los esquemas actuales para arribar a soluciones pertinentes para el siglo XXI.
  • “La escuela privada creció porque los padres sacan a sus hijos de la escuela pública porque están siempre de paro”. Esta lectura es superficial, aunque tiene una dosis de verdad: lo primero que le afecta a un trabajador es que sus hijos no estén en esa suerte de galpón para la población económicamente inactiva que es el sistema educativo. Y asocia, además, cantidad de clases con calidad educativa: asociación que no se verifica en la realidad, ya que calidad y cantidad dependen de variables independientes. Pero vamos por partes. La privatización de la matrícula tiene razones estructurales, derivadas de decisiones políticas concretas, que favorecen esta migración. En este marco, un paro docente no es la causa de la privatización, sino una de las consecuencias de la misma, dado que para que se produzca ese proceso se deben empeorar las condiciones de trabajo y enseñanza de la escuela pública. Y esto es un proceso sostenido durante la dictadura militar, la década del 90 y, a raíz de la fragmentación que generó la Ley Federal de Educación y las leyes de transferencia de 1978 y 1991, también durante el kirchnerismo, según la jurisdicción y el signo político –ya que el Estado nacional no administra escuelas–. Hilda González de Duhalde, ex primera dama y ex senadora nacional –y vinculada desde hace décadas con la política nacional–, no puede desconocer que hay un proceso en marcha, desde hace décadas, que tiende a la privatización y del cual las huelgas docentes son sólo el más visible de sus emergentes. Sin embargo, en el programa “Intratables” se sorprendía de que “Yo fui a la escuela pública, mis hijos también, pero mis nietos ya no pueden”. Hemos analizado en detalle algunas hipótesis acerca del proceso de privatización del sistema educativo en esta nota. Una muestra fehacientes acerca de la disociación entre cantidad de clases y calidad educativa es que el actual gobierno está formado por una abrumadora mayoría de egresados de la educación privada, que desconocen el sistema legal, la división de poderes, la historia de nuestro país y las dinámicas de la economía real. El funcionariado de Cambiemos, y buena parte de sus apoyos mediáticos sub-40, son la prueba más dramática de que la escuela privada no garantiza educación de calidad per se. Lo que sí puede llegar a garantizar, en todo caso –y en detrimento de los derechos laborales de los docentes, lo cual es un círculo vicioso de problemas– es que haya adultos que cuiden, como en una guardería, a los hijos de las personas que van a trabajar. Y ahí no se está pagando educación de calidad: se está concibiendo al docente como se concibe al sereno de un garage.
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Claudio Gallina, «Obnubilado» (2016)

Las discusiones que están teniendo lugar en estos días no se enmarcan dentro del debate educativo. En ningún programa de radio o TV del prime time se está debatiendo educación, sino que se debate la coyuntura política afectada por una huelga potente. Discuten el conflicto y las tensiones entre Baradel y a Vidal, y en el medio hacen erupción una serie de sentidos comunes que circulan entre los no profesionales de la educación y los profesionales del cinismo y la ignorancia. Las variables que afectan al sistema educativo –y sus problemas actuales– son irreductibles a un circo romano televisivo plagado donde las estrellas son los leones del rating minuto a minuto. Se trata de una problemática multidisciplinaria, multicausal, complejísima que debe ser abordada con paciencia y profundidad, con pausa, con sutileza y con espacio para el desarrollo de ideas. El paro docente nacional –reducido, todavía más, a un problema político entre Baradel y Vidal– es un emergente de los problemas que afectan a la educación, muchísimo más profundos. El paro docente nacional actual es un cubito de hielo posado sobre la punta del iceberg.

No obstante, los docentes tenemos una gran deuda. Se trata de visibilizar nuestro trabajo diario –la innovación pedagógica que llevan adelante, todos los días, miles de docentes en todo el país– en nuevos formatos que permitan su circulación en las redes y puedan obtener espacios reducidos de aire. Esto puede ser imputado de posmoderno, pero la comunicación actual tiene esas lógicas. Esto, a su vez, abriría el campo para otras formas de lucha gremial que complementen -y fortalezcan- las del paro y la negociación sindical, y que visibilicen aún más los problemas que exceden por mucho el salario y las figuras de Baradel y Vidal. Así, tal vez podríamos comunicarnos mejor con la sociedad en su conjunto, e ir ganando adhesiones y solidaridades.


9 respuestas a “El debate educativo como espectáculo de masas

  1. Una bobería sobre mi trayectoria. Fui a la escuela primaria entre 1971 y 1977. Era una escuela pública de jornada completa en el barrio porteño de Belgrano. Cualquier estudio actual sobre segmentación educativa la hubiese ubicado dentro de un circuito exclusivo de pequeñas burguesías porteñas. Todos éramos hijos de profesionales, «white collars» con la sofisticación posible de los 70, industriales o comerciantes de altos ingresos. Los sectores populares entraban por la ventana y las maestras (todas mujeres) les hacían sentir su otredad social con bastante rudeza. Personalmente no viví ninguna escuela pública inclusiva donde el hijo del doctor conviviese con el del obrero. La segmentación es un fenómeno bastante antiguo. Y habría que desmontar el mito de la inclusividad de la escuela pretérita a través del análisis de las trayectorias posteriores del hijo del obrero y el del médico. Las clases o las posiciones sociales y sus relaciones con la escolaridad no son un invento de Marx, Bourdieu o Dubet. Tienen la una antigüedad y carnadura que se expresa como un espejo de la propia escuela moderna. Por supuesto, con particularidades propias de un tiempo y un territorio específico.

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    1. Nací en una pequeña ciudad de provincia. Mis abuelos eran peones rurales. Mi papá albañil. Mi mamá ama de casa (aunque con bastante frecuencia ayudaba a mi viejo en las obras particulares que tomaba). Fui a una Escuela Primaria Pública, ubicada en el centro. Allí íbamos los hijxs de empleadxs públicxs, funcionarixs, obrerxs, pequeños comerciantes. Eso fue entre 1975 y 1983. Luego fui a una Escuela Secundaría Pública. A la Universidad Pública. De la misma forma que mis hermanos. Trabajé en empresas en puestos de dirección. Ahora me dedico a enseñar. Hice dos posgrados, lo mismo que mi hermano mayor. Hay algo en la Escuela que es mucho más fuerte que el Sistema Educativo. Algo, que a pesar de todo lo que se hace mal, sigue abriendo horizontes.

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  2. Sobre el epílogo, es cierto que faltan espacios de difusión del trabajo docente si bien en provincia de Bs.As en escuelas medias y primarias tenemos anualmente «la feria» de exposición de los trabajos y proyectos anuales un espacio que viene funcionando bastante bien y con recursos propios. Todo trabajo tiene su recompensa ya que si bien los medios refuerzan los estereotipos que los mismos medios instauran es evidente que la gente ya no compra espejitos de colores. En este sentido los docentes tenemos a nuestro favor el contacto directo con la familia un espacio muchas veces complejo dependiendo de la comunidad en la cual la escuela se instala, de ahí que yo no le temo al circo mediàtico sí temo por los que son propensos a dejarse aterrorizar, temo por el colega y compañero que vende su conciencia perdiendo lo único que no es suceptible de negociar, nuestra conciencia de clase y nuestra solidaridad.

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