Por qué se privatiza la educación en Argentina: algunas hipótesis

Desde la habilitación a las escuelas privadas a emitir títulos oficiales –por decreto durante la presidencia de Arturo Illia– la migración público-privada de la matrícula ha sido una tendencia creciente, con oleadas más fuertes durante la dictadura y desde los 90 a la fecha de forma sostenida. Esto se debe a una multiplicidad de factores, que trataremos de bocetar a continuación. Desde ya, este humilde artículo no agota los importantísimos trabajos que desde el campo de la investigación se realizan sobre el tema, pero tal vez puede sumar cómo se perciben estos procesos desde las escuelas.

Misma billetera, distintas reglas

El subsistema de educación privada es una parte importantísima de la oferta educativa en Argentina. Su existencia, que representaba un 26% de la matrícula total en 2010 (llegando a más del 50% en CABA, la jurisdicción más privatizada del país), es el canal privilegiado de la fuerte alianza entre el Estado y el principal empresario de la educación privada en nuestro país: la Iglesia Católica. Aunque no toda la educación privada está bajo su tutela, las escuelas católicas son la pata más importante de su penetración ideológica en la sociedad civil, y especialmente en los sectores medios y bajos. Son justamente estos estratos los que asisten a las escuelas subsidiadas por el Estado: esto quiere decir que los fondos públicos –que pagan, naturalmente, los docentes y alumnos de las escuelas públicas también– aportan a los salarios de los docentes de las privadas, o dicho de otro modo, son los impuestos que pagamos todos los que terminan financiando un emprendimiento que la mayoría de las veces tiene fines de lucro.

Aunque esto podría caer en el debate –muchas veces estéril– de qué es lo que financia el Estado con nuestros impuestos (pues puede tratarse de cosas que no nos afectan directamente, como un campeonato de patín o un concurso de pintura), el problema pasa por otro lado. El Estado termina subsidiando a un subsistema –el privado–, que constituye una parte central de su alianza estratégica con la Iglesia católica, a la vez que financia la escuela pública en su totalidad, pero al mismo tiempo genera las condiciones de una competencia entre ambos subsistemas. Y más aún: el Estado genera normativas diferenciadas para la gestión de las escuelas privadas y las escuelas públicas. Mientras las privadas cuentan con el “derecho de admisión” (que viola frontalmente el derecho a la educación) y con la posibilidad de armar equipos docentes de acuerdo al perfil institucional (con condiciones de contratación equivalentes a las de una empresa privada cualquiera), las escuelas públicas deben admitir todos los pedidos de vacantes asignadas por sorteo, y el sistema de contratación se realiza en base a esquemas obsoletos del rigidísimo sistema de puntaje y una completa aleatoriedad. Reformulando: la escuela privada y la pública compiten entre sí por la matrícula, pero el Estado otorga mucha mayor autonomía y flexibilidad académica a las escuelas privadas. Independientemente de los señalamientos sobre las aristas perversas de esa autonomía (la proscripción por completo del Estatuto del Docente y la discriminación a los alumnos), el proceso de largo plazo termina generando la percepción de que los establecimientos privados tienen más margen de maniobra para corregir los problemas que se le presentan que los públicos. Percepción que se vuelve una realidad bien concreta y devastadora cuando agentes que admiten no estar en condiciones de tener menores a cargo y cuyas prácticas terminan generando dinámicas que también violan el derecho a la educación de los alumnos –y el derecho al trabajo digno de sus compañeros– no tienen un colchón de contención por parte del sistema para salir de situaciones que obturan el trabajo pedagógico, pero sin perder su fuente laboral y siendo de todos modos útiles al sistema. La escuela pública no sólo no tiene margen de acción ante estos casos, sino que además tiene una sobrecarga de burocratización –las conducciones son más empleados administrativos del Ministerio de Educación que coordinadores del trabajo pedagógico de una institución donde se construye conocimiento–.

La pregunta entonces sería por qué el Estado mantiene reglas diferenciales para ambos subsistemas, siendo que los sostiene a los dos, en claro perjuicio de una escuela pública donde se reproduce la alienación y la paralización de los procesos de enseñanza-aprendizaje.

Tercerizar es la tarea

Dar autonomía al subsistema privado le ahorra muchos dolores de cabeza a las dirigencias políticas. En primer lugar, tercerizan la gestión diaria de las relaciones laborales: ante cualquier conflicto por sueldos, pedidos de licencias, condiciones de trabajo, vulneración de derechos laborales y demás variables de la cotidianeidad asalariada, estos son canalizados hacia las conducciones de las escuelas, y no hacia el Estado que regula, y que sólo aparece en las instancias paritarias. Esto es, se tercerizan las tensiones intrínsecas a toda relación laboral en el marco capitalista. Por otro lado, también se tercerizan las tensiones en torno a los problemas pedagógicos de las escuelas, pues los actores de la comunidad educativa que funcionan como principales demandantes de la “calidad” –sea esto lo que fuere– son las familias. Y aquellos padres, madres, tíos, tías, abuelas y abuelos que están más atentos a las trayectorias educativas de los alumnos ejercen una mayor presión sobre la escuela. En el caso de las escuelas públicas –que, con excepciones, se van convirtiendo cada vez más en espacios para contener a los excluidos del sistema– la presencia de las familias es menor, o conflictiva no en términos de demandas pedagógicas sino desde situaciones de tensión y violencias hacia los alumnos, que detectamos los docentes. Ante la falta de gimnasia de las familias que mandan a sus hijos e hijas a la escuela pública para demandar el cumplimiento de las responsabilidades legales de la institución, los únicos actores en condiciones de ejercer este tipo de mecanismos de presión son los gremios docentes, a quienes los medios convenientemente demonizan arrojándonos todo tipo de nostalgias punitivas e ignorantes, culpándonos de no cumplir con las expectativas subjetivas que construyeron en sus pasados escolares dorados. Finalmente, las dirigencias políticas se ahorran el pensar la función real y práctica del sistema educativo en general –y de la escuela pública en particular– en el capitalismo periférico del siglo XXI. Esto requeriría dirigentes preparados –o sea ministros, secretarios, subsecretarios y directores que comprendan el funcionamiento y cómo se articulan los sustratos culturales del sistema educativo– y no cuadros empresariales que desconocen completamente las subjetividades dominantes del mundo docente y las lógicas escolares. En suma, el Estado no subsidia a las escuelas privadas por los déficits de la pública sino al revés: la pública presenta problemas estructurales porque está siendo sostenidamente desfinanciada y abandonada en beneficio de las privadas.

Este proceso de privatización de la matrícula, como se afirmó, se remonta a la década del ’60. Durante la última dictadura militar, la estrecha alianza entre el gobierno y la Iglesia católica implicó la administración directa del sistema educativo por parte de los cuadros apostólicos y romanos más conservadores, lo que redundó en un desplazamiento de la centralidad educativa del Estado hacia una política de subsidios y exclusión. El retorno de la democracia marcó el desafío de pensar una escuela masiva y los intentos –fallidos– de reponer el esquema del “Estado educador”, para ir finalmente hacia las reformas estructurales de los años ’90. Allí, con la federalización del sistema y la transferencia de las últimas escuelas a cargo del Estado nacional (que analizamos en esta nota), se aceleró el proceso de privatización del sistema, en tanto muchas jurisdicciones no estaban en condiciones te financiar gestión de los establecimientos transferidos, como afirma Sol Prieto. Por último, se pueden hacer otros análisis acerca de por qué esta tendencia, más allá de las intervenciones de la política, no ha sido revertida, tal vez en términos más culturales.

Pertenecer tiene sus privilegios

La decadencia inoculada de la educación pública va de la mano con otros procesos acerca de lo público y la noción de derechos, que han caído en desuso como si fueran una rémora lingüística, una pieza de anticuario de la vida social. Desde hace al menos tres décadas asistimos –no sólo en Argentina, sino en todo el mundo– a la demonización de los servicios y las empresas administradas por el Estado, de forma sugestivamente simultánea a la caída del Muro de Berlín y al anuncio evangelista y eufórico del “fin de la historia” a principios de los ’90. Así, los procesos económicos neoliberales que se han desatado en el mundo han recorrido, en este lapso, caminos sinuosos e intrincados, pero lentamente se puede percibir una victoria lenta e impetuosa de su esquema ideológico.

¿Para qué reclamar una obra social, si puedo pagar una prepaga? ¿Para qué reclamar que me paguen aguinaldo, vacaciones y aportes jubilatorios, si mi salario en negro es lo suficientemente alto como para permitirme sobrevivir y darme mis pequeños lujos? ¿Para qué reclamar una política de vivienda digna, si mi salario en negro me alcanza también para un alquiler en una zona cheta con bares lindos? ¿Para qué reclamar por una mejor educación pública, si en la privada de la vuelta mi hijo tiene pocas horas libres y no afanan celulares en el aula? En las clases medias altas, los derechos no son necesarios, pues se compran como objetos y servicios de consumo. Y el espectáculo de esa transacción es codificado como la pertenencia a determinados circuitos de consumo, creando la fantasía de que cualquiera puede acceder a ellos en base a la falacia meritocrática, cuyos aspectos centrales planteamos en este post. Entonces vale más un uniforme de una escuela privada, para un adolescente en la villa, que el derecho a la educación. Los significantes de la pertenencia son bienes transables, no deformaciones de lo que supo ser un derecho que debe ser garantizado por el Estado. Incluso narrativas que intentaron recuperar la épica del Estado, lo político y lo público, como la kirchnerista, terminaron por hacer del consumo –un par de zapatillas, un smartphone, un split frío-calor, un plasma, una energía baratísima, un viaje a Europa– su mayor arma de seducción política. No se trataba de derechos: se trataba de comprar. Y eso, fundamentalmente y en todo caso, es lo primero que empezamos a lamentar con el cambiazo electoral y su rosario interminable de promesas de campaña incumplidas.

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Andy Warhol, «Latas de sopa Campbell’s» (1962)

De manera que se trata de pertenecer, de lo exclusivo, de lo sofisticado porque así lo vende la cultura contemporánea. Y si no es privado, que sea público de élite, donde los más drásticos mecanismos de exclusión le asegurarán a mis hijos un ámbito de pertenencia de prestigio y una vida social llena de redes que representarán las claves del futuro material, y por qué no afectivo. Si llegamos allí, la endogamia debe asegurarnos que no saldremos. En cualquier caso, la idea es que no sea extensible a un “todos”, a un colectivo que tiene sus miembros más y menos contenidos y preparados para ese derecho, que deben ser impulsados hacia arriba por un Estado presente. No: “a mí nadie me regaló nada”. Haber tenido una trayectoria marginal sólo puede calificar para la redención burguesa siempre y cuando se certifique el haber aprendido a hablar el idioma dominante. El villero sólo será relevante para los discursos hegemónicos si fue a la universidad, o si su arte pudo ser decodificado por el sentido común pequeño burgués, meritocrático y bastante fascistoide. De lo contrario será sólo un delincuente. ¿Cómo exponer a mis hijos de esa lacra?

La caída del Edén de lo público, de los derechos, de la política, en tanto signo de los tiempos, se expresa también en el hartazgo por la política tradicional en el gobierno de los países y la ficción de “es millonario, no necesita robar” a la hora de votar a un Presidente de la Nación. Y la posverdad habilita, además, que discursos frontalmente agresivos con tolerancias que le han costado tragedias a la Humanidad entera lleguen al poder de las principales potencias del mundo. No importa que los escenarios sean incómodamente análogos a la última dictadura militar –ya hay formadores de opinión que hablan de una “campaña” de los organismos internacionales que piden la liberación de Milagro Sala, exactamente a como ocurría durante la presidencia de Videla– o, incluso, al surgimiento de los regímenes totalitarios europeos de entreguerras –un presidente electo que pone el origen de la crisis social en grupos nacionales (los mexicanos) o étnicos (los latinos, los musulmanes)-. La historia no se repite, pero sus ecos a veces son escalofriantes.

La crisis de lo político es una de las formas de la crisis de los esquemas de la modernidad y la escuela, como institución moderna por excelencia, se sienta también en el banquillo de acusados.

Pensar la escuela pública del futuro (zurcir lo colectivo)

Hay voces que declaman la derrota de las soluciones políticas, y sus cantos de sirena sugieren dejarnos llevar por las tendencias de la posmodernidad, que incluyen la privatización de la educación para que sea mejor gestionada, en pos de una eficiencia que sólo sirve para pedir inversiones a las empresas multinacionales o subsidios al Estado. La educación privada basa su “eficiencia”, en todo caso, en vulnerar derechos –a la educación de los alumnos, los laborales de los docentes– para realizar negocios y/o, en el caso de la Iglesia católica, tener garantizada su llegada táctica a las comunidades de clases medias y bajas.

Entonces, ¿por qué defender la escuela pública en el capitalismo periférico del siglo XXI?

Porque en un mundo donde las migraciones se transformaron en una salida desesperada para familias enteras en busca de un futuro mejor y una supervivencia material, es necesario contener a esas poblaciones en el marco de un proyecto colectivo, que entren en diálogo con otras formas de percibir las tradiciones, la cultura, el arte, la política. Porque la escuela pública es el único espacio que garantiza el encuentro de las diversidades, como planteamos en esta nota.

Porque un país capitalista periférico, si aspira a una posición de –como mínimo– dignidad internacional, debe tener cuadros intelectuales y científicos que pongan en cuestión la desigualdad, la especulación en la producción de alimentos, las enfermedades, y las verdades absolutas cada vez más simplonas y peligrosas que emanan desde los centros formadores de opinión. Necesita artistas que comprendan su tiempo y las sutiles –y no tanto– complejidades que componen la convivencia social en la contemporaneidad. Necesita debatir con los otros, y no hay mejor espacio para que los otros se encuentren que la escuela pública.

Porque la escuela pública garantiza derechos que, aunque abandonados al status de objeto arqueológico, forman parte del sistema jurídico nacional y supranacional al que Argentina se ha suscripto y comprometido. La educación es un derecho humano –discusiones sobre filosofía del derecho aparte– y la escuela privada funda sus ganancias o penetraciones territoriales en la vulneración de principio de ese derecho, proscribiendo el Estatuto del Docente y seleccionando –y expulsando– a sus alumnos.

Porque no hay una relación directa comprobable entre educación privada y calidad educativa: hay multitudes de testimonios acerca de fracasos de formatos de educación privada (como esta nota sobre Estados Unidos), así como casos exitosos de una educación pública como Finlandia (tal como planteamos en esta nota).

Porque promover la educación privada y su desregulación sólo puede tender a la discriminación educativa y, en un mundo tan atravesado por las urgencias del consumo –de bienes, de sustancias, de afectos– esa discriminación sólo puede llevar a desatar las fuerzas más destructivas del tejido social, como planteamos aquí.

Porque Argentina ya ha tenido una política –carísima, lentísima– de una educación pública que fue concebida en el marco de la organización del Estado nacional: la ley 1.420. Fue inclusiva y también excluyente –y sancionadora– de las diferencias culturales, pero todas las nostalgias que el sentido común más rastrero eructan hacia la educación actual tienen que ver con aquel esquema inclusivo. El Estado puede, si lo desea, plantearse una educación pública inclusiva y respetuosa de las diferencias, que jerarquice la profesión docente de manera efectiva –y no otorgando premios “al mejor maestro” como si fuera el programa de Susana Giménez–. Es una decisión política. Como también es una decisión política aportar ideas y no quedarse sólo en una queja de tenor salarial o corporativo: como gremio está en nuestras manos, también, trazar las utopías que queremos para nuestras escuelas públicas.


15 respuestas a “Por qué se privatiza la educación en Argentina: algunas hipótesis

  1. La señora que trabaja en casa envía sus hijos a la escuela privada.
    Explicaciones:
    No hay huelgas(PBA)
    Según ella, mejores docentes y se interesan más en los alumnos. También dice que los otros padres tienen interés en la educación de sus hijos. No hay droga ni delincuentes.
    Obviamente, sus derechos no fueron violados por la escuela privada, sino por la deficiencia de la pública, que la lleva a pensar que sus hijos tendrían una desventaja para toda su vida de concurrir a ella. Y para ella, y los demás padres, sus hijos tienen prioridad sobre discusiones filosóficas.
    Así que la pregunta pertinente es «Qué se ha hecho para destruir a la escuela pública?
    No fue ciertamente la educación privada. Yo me eduqué en la pública, y mi Colegio y Universidad siempre fueron mi orgullo frente a su contraparte privada. Pero me negué a hipotecar el futuro de mis hijos.
    Lo que ha cambiado es la educación pública. La calidad y compromiso de sus agentes, la disciplina, la indiferencia.

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  2. Los adolescentes de pueblos vulnerados se preguntan ¿Después de la Secundaría que somos? ¡Pordioseros de la educación! Porque no hay continuidad para seguir estudiando una carrera de Tecnicatura Superior Universitaria. De la Educación al Trabajo. Aprobado por el Consejo Federal de Educación. Título Nacional. Ley 26 206 de Educación Argentina ¡Cumplan con lo prometido! ¡Queremos educación Tecnicatura Superior Universitaria!

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  3. Nota tendenciosa y mentirosa. No conocen acaso la Ley 13047 de PERON? Ahi empezo no solo la institucionalizacion de la educacion privada, sino tambien su subsidio. Sigan con el relato…..la segunda GRAN privatizacion fue el modelo de los noventa….tambien peronista….que no derogaron pese a gobernar 24 años de los ultimos 26 con mayorias en ambas cámaras……Hay que ser caradura.

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